Foto: Marilina Calos |
En los campos de Soja de Sudamérica se usa un herbicida, que fue usado en
una formulación parecida durante la guerra de Vietnam. Las consecuencias: abortos
involuntarios, niños que nacen con malformaciones genéticas y una tasa de
cáncer elevada. Los vecinos están luchando, pero a veces son amenazados. Una
visita al centro de la producción sojera de Argentina.
Por Romano
Paganini*
La joven mujer esta
sentada en el andén de una estación de tren abandonada y esperando hasta que
los dos estudiantes terminen de preparar su cámara. Hace frío ese domingo por
la mañana en Ibarlucea, un pueblo entre campos de soja y las Villas de Rosario.
Pero Lucila Algrain está hoy aquí por su hijo de 5 años pese al mal clima.
“Vivo hace seis años enfrente de un campo de soja y sabía que los agroquímicos que
tiraban eran malos para el medioambiente”, dice la mujer de 35 años. “Pero no
tenía claro cuáles podrían ser las consecuencias para los seres humanos.” Los
dos estudiantes asienten, pero no llegan a preguntar nada, Lucila Algrain no es
la primera vez que cuenta que dio a luz a Juani en la mitad de 2007 y que nació
con una malformación en el celebro y por eso anda en silla de ruedas. El médico
no le pudo decir exactamente cuáles fueron las razones. Lo único que pudo
afirmar es que no se trataba de una enfermedad hereditaria.
Después de un
tiempo y charlas con los vecinos, Lucila se enteró que Juani no era el único que
tenía problemas de salud. “Tuve contacto con mujeres estériles, vecinos con
cáncer, una chica de 12 años con leucemia. Nos informamos, discutimos y la
conclusión fue: No puede ser una casualidad.” Finalmente los vecinos se fueron a
la Municipalidad para reclamar y pedir una distancia mínima de cien metros entre
los campos de soja y las zonas habitadas – lo que se está cumpliendo recién
desde hace poco más de un año. “Estoy
convencida”, dice la profesora de las ciencias de la educación, “que el
problema de Juani viene de los agroquímicos, pero no tengo evidencias.” Luego
se levanta, pregunta a los estudiantes qué fue lo que esperaban e insiste que
no tiene evidencias. Los estudiantes asienten de nuevo. Están filmando un
documental sobre las consecuencias del boom de Soja en la Provincia de Santa
Fe, el centro de plantación de soja en Argentina. Son consecuencias que muy
poca gente conoce.
Esa es una de las
razones del porque la gente asociada a la agrupación llamada “Pueblos Fumigados”
comenzó su campaña de información en Ibarlucea. Alrededor de 25 habitantes
vinieron a la estación de tren, entre ellos Lucila Algrain, que está calentándose
sus manos con el mate. A pesar del frío y la llovizna hay buena onda en la
ronda. En las pausas entre charla y charla se sirven pizzas caseras. Una
pregunta queda flotando en el centro de la reunión: ¿Qué se puede hacer? “Lo importante
es que la gente se junta”, afirma Fernando Albrecht de “Pueblos Fumigados”. “Sólo
cuando se actúa juntos, se puede lograr algo.”
Albrecht exige en
Ibarlucea, lo que exigen los “Pueblos Fumigados” desde hace años: que en la
agricultura no se usen más agroquímicos. “Nadie le preguntó al pueblo si está de
acuerdo con los agroquímicos. No fue una decisión democrática, sino una
decisión autoritaria.” En la estación abandonada de Ibarlucea no sólo se trata
de debatir sobre los transgénicos, sino también y en especial, sobre los derechos
básicos en una democracia. “Los ciudadanos deben desarrollar nuevamente su
autoconfianza para expresarse libremente”, dice Albrecht.
Una legumbre se convierte en capital
La soja transgénica
implica para Argentina lo mismo que el cobre para Chile o el petróleo para
Nigeria: mucha plata. En 2011 se ganaron alrededor de 11 billones de dólares
con la venta de la legumbre – más que nunca. La mayoría de la soja argentina se
envía a China para la alimentación de chanchos y a Europa – también a Alemania.
En realidad, la soja transgénica nunca fue pensada como alimento, sino como
capital. Capital que hoy día cubre más de
la mitad de la superficie de la tierra fértil del país.
Sólo hace unos dieciséis
años atrás, la soja casi no tenía ningún impacto en la Argentina. Se cultivaba
trigo, maíz y girasol. Recién en 1996, en el mismo año cuando la soja transgénica
fue implementada en el mercado estadounidense, los campesinos locales se
empezaron a interesar por esta “planta útil”.
Foto: Marilina Calos |
Al mismo tiempo,
llegaron nuevas tecnologías al mercado con las cuales se pudo trabajar más
rápido y generar más dinero. Monsanto no sólo visitó a los productores del país,
sino también a los estudiantes de las facultades. Les demostraron a través de
estudios de laboratorio propios, que el glifosato no tiene ninguna consecuencia
negativa. Es más, el Glifosato, les dijeron a los futuros ingenieros agrónomos,
ayuda a mejorar las ganancias. Monsanto transformó en pocos años al país
conocido como el granero del mundo, en un laboratorio de soja transgénica. Las
verdaderas consecuencias de este modelo productivo se ven ahora, después de más
de una década.
Por restarle
importancia a los impactos que el herbicida glifosato podía causar, los
productores lo usaron como agua y entraron en un círculo vicioso. Porque
después de un tiempo, las malezas se volvieron resistentes al Roundup
convirtiéndose en supermalezas y los productores tuvieron que aumentar las dosis
del glifosato o mezclarlo con otros agroquímicos más fuertes. Dentro de los más
venenosos se encuentran: Paraquat, Endosulfan o 2,4D; el último se usa no sólo para
las malezas, sino también para que la semilla madure más rápido.
No obstante, el 2,4
(Dichlorofenoxiacético como se llama en forma completa) tiene un pasado oscuro
porque fue parte de la fórmula del conocido veneno Agente Naranja, que el ejército
estadounidense usó durante la guerra en Vietnam. Por el veneno que aplicaron, se
cayeron las hojas de los árboles del bosque y los francotiradores pudieron ver
dónde se escondían sus enemigos. La guerra en Vietnam terminó oficialmente hace
casi cuarenta años. Pero las consecuencias del uso del Agente Naranja se
quedaron: suelos contaminados, una tasa de cáncer elevada y niños con
malformaciones.
Son las mismas características
que se puede observar en la gente que vive cerca de campos con OGMs.
Ofertas dudosas
Otro caso es el de
Viviana Peralta que como Lucila Algrain, es vecina de un productor de soja,
pero no en Ibarlucea, sino a 200 kilómetros al norte, en la ciudad de San
Jorge. Durante el viaje se atraviesan hectáreas y hectáreas de plantaciones de
soja y maíz, pasando también galpones, fábricas y publicidades de
“AgroSoluciones” o “Turboalimento”.
San Jorge es una
ciudad con alrededor de 25.000 habitantes, varios silos y, obviamente, muchos
camiones. Estos son necesarios para que la soja llegue al puerto del Río Paraná
y desde allí se la exporte a todo el mundo.
Viviana Peralta
ofrece mate y apunta al otro lado de la calle. A sólo diez metros de su casa el
vecino fumigó con herbicidas durante años, tanto con máquinas terrestres como
con aviones. En esa época, a Viviana de a momentos se le paralizaban los labios
y casi no podía hablar por el veneno. Cerró ventanas y puertas y esperó que la
sensación rara se fuera.
Ailén (5) no pudo
hacer como su mamá. La hija más joven de Viviana sufrió de tos y de problemas
respiratorios. Después de un tiempo Viviana consultó con un inmunólogo de Rosario.
Y él le confirmó lo que sospechaba: los problemas de Ailén tenían que ver con
la fumigación de agroquímicos del vecino.
Foto: Marilina Calos |
A través del grupo Pueblos
Fumigados Viviana se contactó en 2009 con una abogada joven de Santa Fe, que
logró una decisión judicial importante para todo el país. El vecino de Viviana
Peralta ahora sólo puede fumigar hasta una cierta distancia de la zona residencial,
en concreto: 800 metros con la máquina terrestre y 1500 metros con avión. Fue
una de las primeras veces que una instancia estatal puso una reglamentación para
la fumigación en Argentina. Otros juicios aún siguen sin resolución.
Pero la decisión
del juzgado llegó demasiado tarde para Viviana Peralta. Su médico le recomendó
que no tenga más hijos. El glifosato ya afectó demasiado su placenta.
2,4D también para papas y arroz
Si San Jorge no
hubiese estado antes de las OGMs en la región, ya hubiese desaparecido del mapa.
Aparece como una excepción humana en un mar de soja y maíz transgénicos sin
horizonte.
Cerca del centro,
en el medio de un barrio habitado, se llenan camiones con soja. El hombre, que
está sellando talones de entrega, queda sorprendido de la visita de un
periodista de Europa. Se acerca y cuando abre el portón del galpón susurra: “Sólo
por unos minutos.” El sabe que no debería hacer eso, pero está entre los
intereses de sus jefes y sus vecinos enfermos. “El galpón normalmente está
lleno con semillas y agroquímicos”, dice y apunta al centro del galpón, el cual
se encuentra vacío en esta mañana. Dos perros de la calle están olfateando y hacen
sus necesidades sobre un revoltijo de bolsas de semillas, plásticos y mugre. Huele
como en un aula de clase de química de la primaria, la cual el profesor trató
de ventilar durante el recreo. En la entrada del galpón se amontonan bidones de
agroquímicos vacíos con diferentes colores y nombres, también uno con 2,4D. En
la etiqueta está escrita la recomendación para la dosis por hectáreas, no sólo
para soja y trigo sino también para papas, arroz y azúcar.
¿Qué daño hacen
estos agroquímicos?
Primero, duda el
hombre en responder la pregunta, pero por fin dice: “El productor dice que no
hacen ningún daño.” Los bidones están etiquetados con banderas rojas, amarillas
y verdes, así se sabe siempre cuales son los productos peligrosos y cuales no.
Fueron estos
etiquetados los que causaron la huelga de hambre del Ingeniero Claudio Lowy en
el Ministerio de Agricultura hace un año atrás. El advirtió que el contenido de
los productos es mucho más tóxico de lo que asevera el etiquetado.
“Acá en el pueblo”,
dice el hombre y cierra la puerta del galpón, se sabe que los agroquímicos son
tóxicos. “Pero cuando podés elegir entre un trabajo común con un ingreso de 2500
pesos por mes o un trabajo con agroquímicos, en donde te pagan el doble ¿Cuál de
los dos elegís?”
Amenazan a los vecinos
Fernando Albrecht de Pueblos
Fumigados dijo en Ibarlucea que en la Argentina se ha establecido un sistema de
producción con el cual todos ganan, por eso es un tema tan difícil de
cuestionar. Lo
llamó también dictadura del mercado, en el cual no hay espacio para otras
opiniones. Recientemente amenazaron a un director de una radio local que está
criticando los OGMs. A los asociados de Pueblos Fumigados ya les
quemaron sus autos, les destruyeron ventanas y también recibieron amenazas de
muerte. Pero no sólo eso: las autoridades de
algunas provincias, entre ellas Santa Fe, retuvieron manuales de enseñanza
escolar en los que se cuestionaron los OGMs. “Y al final se trata de éstos”,
dice Fernando Albrecht. Los OGMs son la
base de un modelo de producción que se instaló entre Monsanto y el gobierno
neoliberal de Carlos Menem al final de los noventas. “Con los agroquímicos
sigue el mantenimiento de este sistema.”
No sorprende
entonces que al estudio de Andrés Carrasco no se le haya dado casi ninguna
importancia. El científico de embriones de la Universidad de Buenos Aires
confirmó hace tres años atrás que el glifosato podría causar malformaciones en
los embriones. Monsanto lo negó. Y el gobierno de Cristina
Kirchner no tomó partido al respecto por el beneficio económico que traen las
exportaciones de soja.
Mientras tanto se formó un grupo
de oposición en la Facultad de Rosario. Estudiantes y profesores están
trabajando en un estudio profundo, en cual han entrevistado desde 2010
alrededor de 40.000 vecinos de campos con OGMs. Los primeros resultados
muestran que la gente en la región afectada sufre de una mala funcionalidad de
la glándula tiroides, una enfermedad que no tiene
ninguna relevancia en el resto del país.
La última estación
del viaje es un restaurante al lado de una estación de servicio, pasando la
frontera de la provincia Santiago del Estero. Se muestran los partidos del
Champions League de la última noche, cerca de la ventana está Roberto Ríos, que
acaba de llegar de una consulta en el hospital. El hombre de 35 años mezcló
entre 2001 y 2009 agroquímicos para una empresa local. Y también fumigó, día tras
día, con mochilas o máquinas terrestres, pero sin guantes, traje o máscara de
protección. “Nadie nos dijo que los agroquímicos eran dañinos para nuestra
salud y que nos teníamos que proteger”, dice Roberto. Al principio del siglo,
Argentina estaba en una crisis económica y los productores priorizaron el
dinero que se llevaban por la cosecha antes que el peligro que ocasionaban los agroquímicos.
“El objetivo”, se acuerda Roberto, “fue cada año lo mismo: más ganancia con la
misma superficie de tierra.” Roberto durmió durante dos años seguidos junto con
otros compañeros en el mismo galpón donde se mezclan los cócteles de
agroquímicos – al lado de bidones con Glifosato, 2,4D y Endosulfan. No valía la
pena volver a casa por la noche sólo para dormir. “Y la empresa no nos dio otro
lugar para dormir.”
El padre de tres
niños viene de una familia humilde y desde su juventud trabajó en la
agricultura. No le dio mucha importancia ni al dolor de cabeza ni a los
espasmos de sus músculos durante el trabajo. Pero cuando empezó a comer menos,
ya no se reconoció en el espejo y de un día para el otro no pudo caminar más, consultó
al médico. Tuvo
que operarse de su esófago y sus riñones. Además, le sacaron su vesícula. “Los médicos no pudieron decirme que
tenía.” Lo que sí le dijeron a Roberto, es que no debe tener más contacto con
agroquímicos.
Son agroquímicos
que en Europa están prohibidos hace años. Sin embargo, se producen allí:
Syngenta en Basilea, Basf en Ludwigshafen en el Rhein o Bayer en Leverkusen. La
industria química y farmacéutica no sólo gana plata con la venta de
agroquímicos. Gana también si los vecinos de los campos con OGM se enferman y
necesitan un tratamiento.
*El autor es periodista de suiza y vive desde 2009 en
Argentina. El texto es una traducción del artículo original que fue publicadoen junio de 2012 en el diario “Junge Welt” en Berlín (Alemania). –
Colaboración: Eva Cajigas
Muy buen articulo. Lástima que falta el coraje para presentar una solución. Claramente los productores locales cuentan con el apoyo del estado, con la complicidad de empresas europeas (fabricantes). El articulo no muestra una salida. Evidentemente no la hay. Las personas deberían pensar en otra cosa que no sea su bolsillo. Imposible. Prohibir el uso de los agroquímicos sería una opción aunque el problema esta en la conciencia de las personas que los usan y del abuso que hacen de sus empleados o del aire de los vecinos. Pero debería cambiar todo desde el sistema educativo....entre tantos otros millones de cosas que hacen de este país un infierno. Creo que la intención de informar es buena pero ineficiente. Quizá mejor sería poner al final del articulo las instrucciones para la fabricación de una molotov y contar como los estudiantes les enseñaron a los campesinos a luchar contra lo que los mata y no simplemente acercarse para "informar" lo que sucede y volver a sus casas para continuar con sus estudios. Suerte.
ResponderEliminarHablas de coraje y no te identificas?? Hay soluciones una periodista, puede mostrar el problema hay políticos , cientificos y gente especializada para dar soluciones, seguro eres un productos que solo piensa en el bolsillo. Atravete a identificarte.
EliminarFaltan propuestas en la nota, es cierto, pero eso no necesariamente marca que no las haya en la realidad. Una nota no puede abarcarlo todo, informa sobre algo específico e intenta hacer foco en algunos ejes. Coincido con que hubiera estado bueno poner alguito de propuesta pero quizá sea una buena idea para retomar en un nuevo artículo centrado en eso más específicamente. Propuestas existen desde lo legal, desde lo productivo, desde lo cultural, desde lo metodológico e incluso hay erramientas y experiencias. La lucha es política, de modelo, de sistema más que nada y es allí donde hace falta dar el debate y la pelea, la construcción...abrazos
ResponderEliminarMuy buen artículo. Gracias por compartir.
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