domingo, 8 de junio de 2014

¿Se puede aprender con miedo?

Sábado, 07 de junio de 201401:00
¿Se puede aprender con miedo?

En la historia de la educación se registran desde palizas hasta abandonos para que “los chicos aprendan”. También infundir temor.


Dibujo: Chachi Verona.

Por Miguel Angel Santos Guerra / Pedagogo (*)

Si hacemos un repaso, aunque sea precipitado y superficial por la historia de la educación, veremos cómo los principios y estrategias que los adultos (familia, escuela y sociedad) hemos aplicado para conseguir lo que deseábamos de los niños y de los jóvenes, han sido variados y más que discutibles. Algunos no se podrían defender hoy desde los postulados más obvios de la racionalidad y de la justicia. Ha valido todo, desde las palizas y la crueldad hasta la sobreprotección o el abandono. Algunos, para educar, han golpeado sin piedad. Otros, en aras del mismo fin, no se han inmiscuido.Uno de los recursos que se ha utilizado de forma reiterada es el miedo. El miedo es la inquietud que la imaginación crea en relación con un peligro o un mal anunciado e inminente. Pero, el que tiene miedo, no puede ser libre. Decía Horacio: “Al que vive temiendo, nunca le podré tener por libre”.

Meter miedo ha sido (y, en alguna medida, es) un recurso frecuente en la educación de los niños. O en lo que llamamos educación y que, a veces, no es más que domesticación y aplastamiento. Se emplea el miedo como una estrategia para asustar, inhibir y conseguir que los niños hagan lo que los adultos desean. Se trata de que el niño, al pensar en la consecuencia nefasta de una mala acción o de una cómoda omisión, evite una u otra, una y otra.

Muchos de los miedos inculcados en la infancia consisten en relatos imaginarios o en la intervención de seres ficticios. Es decir que el miedo se basa a veces en las amenazas reales como ponerse contra la pared, no salir al recreo o copiar un texto y otras en el temor a hechos o personas de ficción que nunca podrán ser reales.

—Si no obedeces, volverán los Reyes Magos y se llevarán los juguetes que te trajeron.

—Si te portas mal, vendrá el coco (o el hombre del saco) y te llevará.

— Si te por tas mal, irás al infierno.

—Si te portas mal, vendrá la bruja malvada a buscarte.

—Si no haces esto, aparecerá un fantasma y te llevará.

—Como digas mentiras, te crecerá la nariz. Ya sé que la enumeración de estas amenazas no es de la misma naturaleza.

Ya sé que algunas son cosas del pasado. En cualquier caso, se trata de asustar, de atemorizar, de intimidar. Se trata de conseguir que, ante el miedo a lo que puede suceder, el niño evite una mala acción o no caiga en una omisión indeseable para el adulto.

Burdos engaños. Los miedos funcionan y no funcionan. O, mejor dicho, pueden dar resultado a corto plazo pero, a largo plazo, son inútiles e, incluso, perjudiciales. Porque el niño acabará comprobando que aquellos miedos con los que les amenazaban eran burdos engaños e invenciones interesadas. Y, mientras tanto, sufrirá.

El miedo actúa desde la mente del niño, sin necesidad de que esté presente el adulto. Su eficacia procede del hecho de que el interesado mete en su cabeza la amenaza y, por consiguiente, la lleva consigo a todas partes. El oprimido mete en su cabeza los esquemas del opresor.

Es un recurso tan cómodo como discutible. Cómodo porque el niño hace lo que el adultos desea, obedece o se calla. Discutible porque el niño aprenderá a hacer las cosas por el temor y no por la convicción de lo que es el deber.

El miedo es una experiencia amarga y angustiosa, de mayor calado que el bien que se procura alcanzar a través de él.

Me cuenta una amiga y compañera de instituto de mi mujer que su abuelo era guardia civil en un pueblo de la provincia de Ciudad Real. En el cuartel había un pozo profundo y oscuro. La hija del guardia civil (y madre de mi amiga) iba a la escuela de aquel pueblo. Y la maestra tenía de forma persistente en su boca una curiosa amenaza:

—Al que se porte mal le voy a tirar al pozo...

En la mente de aquella niña anidó la amenaza en forma de terror. Tenía pesadillas, vivía angustiada, no quería ir a la escuela... El miedo a ser arrojada al pozo (en su mente adquiría una singular presencia el pozo del cuartel) la hacía vivir aterrorizada. No quería ir a la escuela y, cuando iba, el estado de ansiedad era casi insuperable.

El padre dejó la Guardia Civil, se trasladó a otro pueblo de la provincia y allí abrió una tienda. La niña cambió, como es lógico, de escuela. Pero en su cabeza estaba instalado el pozo tenebroso, el pozo alrededor del cual giró su infancia y su escolaridad.
La nueva maestra no amenazaba con arrojar a nadie al pozo, pero ella asoció su existencia al hecho de ir a la escuela y al hecho de portarse mal en ella: no estudiar, molestar a los compañeros, desobedecer a la maestra... tenían para ella el mismo aterrador riesgo: ser arrojada al pozo fatídico.

Ella situaba el pozo detrás de una puerta que se veía desde el aula. Detrás de ella, pensaba, está la boca del pozo. Un día, si me porto mal, se abrirá esa puerta y el pozo me engullirá. De modo que esa puerta era para ella la puerta de su particular infierno.

Hasta que un día la maestra la tomó de la mano para entregarle un libro, abrió aquella puerta y —¡milagro!— detrás de ella había unas estanterías con libros, de los cuales la maestra tomó uno y le entregó. Casi tuvo que restregarse los ojos. Exploró aquel pequeño habitáculo en búsqueda del horrible agujero que podía tragársela. Nada. No estaba por ninguna parte. Sólo los libros que, desde ese momento, le parecían más hermosos.

Revelación. Aquello fue una revelación. Había estado atemorizada por una ficción, por una mentira, por una patraña. Se le abrieron los ojos. En lo sucesivo miraba aquella puerta como la salida a la liberación. Detrás de la puerta había hermosos libros, no un pozo siniestro.

Cuando el pozo se desvanece en la conciencia se produce un enorme alivio y, al mismo tiempo, una inevitable decepción respecto de quien durante un tiempo más o menos largo te ha tenido sojuzgado y asustado con un engaño.

No vale todo en educación. Suscribo el clásico principio de que el fin no justifica los medios. No sólo porque la naturaleza de los medios tenga componentes inmorales sino porque existen secuelas o efectos secundarios nocivos. Amenazar a una niña con la idea de ser arrojada a un pozo, no sólo rompe el indiscutible respeto que merece.

La niña no dispone del mecanismo intelectual para desmontar la mentira. Además genera, cuando ella descubra que el pozo no existe y que la amenaza no era más que una añagaza, una actitud de desconfianza y de rechazo hacia aquella persona que tiene el deber de educarla y, por consiguiente, de quererla y de decirle la verdad. Qué decir de la angustia, del sufrimiento, del miedo que la niña ha vivido y que la han hecho sentirse desgraciada.

El instrumento que utilizaba aquella maestra para persuadir a su alumna de que tenía que estudiar y comportarse bien podía tener un efecto inhibitorio inmediato en el comportamiento pero, a la corta y a la larga, tuvo consecuencias nefastas. Aquella niña, que luego fue una estupenda maestra, pasó mucho tiempo sumida en una angustia gratuita y odiando una institución que la podría haber hecho feliz mientras le enseñaba a descubrir el mundo y le inculcaba el amor a la verdad y a la libertad.

(*) Nota del blog El Ardave, difundida con autorización de su autor. El título original es "El pozo".

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