martes, 19 de mayo de 2009

Fragmento de Mascaró, el cazador americano - Haroldo Conti

El Príncipe propuso entonces, ahora que estaban todos reunidos, una cierta celebración con motivo de aquel feliz naufragio. El Capitán estuvo de acuerdo. La vida es una entera travesía, se erraba desde el nacimiento, ese puertito de luces tan recogido, tan breve, suceso pequeño como todo lo que viene después. Él había cruzado y recruzado mil veces aquellas aguas y ahora, ¿dónde estaba el camino? ¿Qué se hizo del “Vasco Pantoja” que conoció de niño, barco que amó? Lo soñaba con capitán y todo, el Barbas Gianelli, que le enseñó el primer nudo marinero, el doble cote. Y bien, un día pasó la cubierta y otro fue capitán y el Barbas ya viejo, ya niño, lo venía a ver partir, lo aguardaba al llegar, hasta que otro de otros días lo trajeron en una silla de paja, aprovechando el solcito de la tarde, y él zarpó de gusto y navegó empavezado a la vista del viejo. Uno es historia. ¿Qué hay para adelante? Caminos… Por ese tiempo ya hacía la carrera a Arenales el “Fierabrás”, grandeza de barco. ¿Dónde está ahora? No era para olvidar, ni era para morir. Lo comandaba aquel galés cimarrón, don Eiñón Jones, que había nacido capitán. Sucedió también, tan fuerte que era, majestuoso. Los dos sucedieron. Él ya sucedía entretanto. Todo sucede. La vida es un barco más o menos bonito. ¿De qué sirve sujetarlo? Va y va. ¿Por qué digo esto? Porque lo mejor de la vida se gasta en seguridades. En puertos, abrigos y fuertes amarras. Es un puro suceso, eso digo. ¿Eh, señor Mascaró? Por lo tanto conviene pasarla en celebraciones, livianito. Todo es una celebración.
Alzó la jarra y bebió.
El Príncipe se rajó un aplauso. Animaba con la cabeza al Nuño y a Oreste, que aplaudieron también. Las gaviotas revolotearon sobre el grupito, emprendieron unos vuelos y, cuando terminaron los aplausos, se ordenaron otra vez a popa.
Mascaró se volvió por primera vez. Levantó una mano, aprobó.
-La vida es célebre, de cualquier tamaño, o no sirve para un carajo.
-¡Confirmo!- gritó el Príncipe, y miró a todos, uno por uno.

(…)

El Príncipe juntó las manos, cerró los ojos y anunció con voz grave: “La tempestad y la calma”. Dio unas vueltas de manija y apuntando al cielo recitó estos versos:

Yo vi del rojo sol la luz serena
turbarse, y que en un punto desaparece
su alegre faz, y en torno se oscurece
el cielo con tiniebla de horror llena.

El viento proceloso airado suena,
crece su furia, la tormenta crece,
y en los hombros de Atlante se estremece
el alto Olimpo y con espanto truena.

Mas luego vi romperse el negro velo
desecho en agua, y a su vez primera
restituirse alegre al claro día

y de nuevo esplendor ornado el cielo
miré, y dije: ¿quién sabe si le espera
igual mudanza a la fortuna mía?

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