martes, 4 de agosto de 2009

Una ventana al sol



Ella está allí por antojo de mis ganancias. No era posible, con el dinero que tenía disponible al momento de comprarla y el deseo que como una abertura al sol habitaba mis intenciones, comprar otra que no sea esta. De madera blanca, frágil, mal ensamblada y algo torcida pero grande, bien grande.
Ahora la luz, que es de sus huecos, pone en el olvido su estructura.
Tiene que ser amplia porque es para la pared que da al naciente, dije.
La computadora donde escribo y guardo noticias de esas que parecen de cualquier tiempo, está junto a ella, contra la pared perpendicular a la que la sostiene.
El limonero de cuatro estaciones, en el patio, me muestra siempre el mismo paisaje. Cargado de limones finge la alegría de parecer portador de pequeños soles. Un naranjo, más atrás y a un costado una planta de pomelo. Alguien pensaría que aquí el invierno es letal o que los que habitamos la casa de esta ventana sufrimos de una rara obsesión por la vitamina c. Ni una ni la otra y creo en realidad que tampoco a nadie se le ocurriría hacer alguna hipótesis sobre tales plantaciones. Pero que la tienen la tienen, aunque no es este el momento en que me parece oportuno rebelarla. Acaso pierda la ventana y el sol que tanto hace a la ventana ser lo que es, su lugar protagónico en este relato. Ni modo. Su lugar, intuyo, es la oquedad que lleva la mirada, que desvanece el pensamiento en las afueras del encierro, de los que pudimos construir sólo una habitación de dieciséis metros cuadrados. Sin exagerar, hasta podría decir que un poco más y esta pieza cabe en la ventana. Si cabe el sol.
Los cítricos no están solos, delante de ellos, a dos metros casi reglamentarios de cada uno, está, vigoroso y agresivo, un aromito. Cuando florece su amarillo concentrado agrega luminosidad a la cerrazón del patio. Después de los tres frutales, a metro y medio nada más, un tapial andrajoso nos separa de un vecino que nos ha construido para mejor paisaje un monumental galpón tinglado. Gracias al gallinero, en el que vierto las sobras de algún almuerzo mal calculado, que existe entre el galpón y el tapial, se aprovecha un poco más la luz, sino imagino, pasaríamos en pleno pueblito de una sombra mañanera a otra atardecida y eso, me pondría muy mal, quizá, violento. No sería ella una fuerza solitaria, seguro se encontraría con la que genera la impotencia de ver como las mujeres, en el barrio más pobre de nuestro pueblo, se juntan y rejuntan para ver como hacen para tener pan entre los dientes o aquella que se filtra de tanto ver que casi todo está por hacerse, mucho hay prometido y casi nada es lo logrado, amén de los gastos suntuosos que algunos se siguen dando con lo que alcanzaría para que varias familias sin techo tuvieran su linda casita.
Una vez me pregunté de qué árbol vendría, ella que ahora es tan ventana. No la raza, sino su identidad. Me lo antojé alto y flaco acostumbrado al agua buena y la tierra colorada. Conversador de tucanes. Hojas en su cima, acostumbradas a mirar el horizonte. Creí ver al hombre sucio de trabajo con una motosierra repitiendo el ruido que adormeció su naturaleza. Creí verlo pero no duró el vínculo, algo hizo que salga de la madera y me quede en el barniz oscuro con el que le di algo de elegancia o disimulo. Después miré los vidrios. Están manchados. Nadie los limpió. Todos en esta casa, como yo, nos hemos olvidado que han pasado veneno por todos los rincones y paredes. El dengue. Más de 600 enfermos en un mes en un pueblucho de 3000 habitantes. El mensaje del gobierno en mi ventana, que es para el sol. Ahora le pondré un mosquitero y la luz entrará cuadriculada.
De noche ella es toda ella. La oscuridad realza su marco y allí descubro su hueso vegetal, sus nudos, sus rayas, sus rajaduras. Ahora es cualquier ventana. Me quedo adentro.

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