En verdad esta es una idea que conversando de cosas muchas, se nos ocurrió con Laura, al contar ella la historia de una señora que trabajaba en muchas casas. Así comencé a pensar en escribir a partir de esa idea y ya se me fue armando en la cabeza una trama mucho más compleja que este inicio. Se los comparto y vamos viendo que sigue, si hay con qué seguir, o si hasta aquí llega. Un posible título, que raspa pero me parece desafiante sería: La sirvienta, palabra dura para quienes creemos que además de ciertas opresivas condiciones de trabajo, pagas, etc, las palabras también degradan. Escucho sugerencias para el título de ¿este que será un cuento o se metamorfoseará en novela? Abrazos....fer
Nunca dejaré de asombrarme. No he terminado de limpiar el piso y los niños ya corren con los pies sucios. No puedo gritarles, la señora me diré que busque otra casa. He trajinado tanto que ya no quiero más.
Ellos vigilan. Miran por la ventana. Sé lo que susurran sus labios, los leo a la distancia, aun antes de que digan algo. Ahí está la sirvienta, dicen. Saben que los veo. Esperan a que vaya a tirar el agua para meterse. Siempre encuentran un barro para ensuciar sus zapatillas. Sino hallan uno se mojan en la canilla del garaje y luego pisan tierra del jardín. La madre se hace la tonta. Diez segundos antes se retira para no ver. O bien disfruta del mal creyendo que así se fabrica el status o no puede poner límites a esas criaturas que han crecido mamando la mala leche del poder.
Cuando vuelvo a casa, el piso de ladrillos desnudos no puede recibirme ni siquiera con un brillo. No podrá nunca. Si apenas soporta, quebradizo y arrugado, mi figura cuando chorrea sus famélicas sombras. Este piso lo puso él. Yo le cebaba mates mientras la noche confundida lo miraba trabajar. Esa era nuestra cena.
Los dos llegábamos minutos después de las 8, en bicicleta. Por todo baño un fuentón. Me lavaba con rabia, como si el olor que traía del trabajo fuera un cáncer mordiéndome la carne. Te vas a hacer mal, me decía. Él, no se lavaba hasta después de terminar con la parte de ladrillos del piso de esa noche. No fueron muchas. La casa es chica. Pero como la luna se hacía más larga sin comida, había que entretenerse. Por eso hacíamos todo lento. Una semana nos entretuvo aquel piso. Lo mismo que le dedicamos al hijo.
Cuando Andrés estrenó su llanto en la casa yo le dije, mirá, este piso tiene tu misma edad.
Todo era por primera vez. Qué linda son las cosas nuevas. Pero todas juntas y cuando una no ha convertido nada en viejo, da miedo.
Andrés tomaba el pecho cada dos horas. Mate cocido toma, decía mi viejo que nos regalaba la yerba. Él y mi negro trabajan juntos. Ellos pusieron el piso que yo limpiaba. Cuando les conseguí el trabajo estaba feliz. Ahora odio pasar el trapo sobre las cerámicas blancas. Esos niños. A veces me asusto y empiezo a temblar. Entonces me aferro al palo de piso y sin levantar la cabeza lo vuelvo a pasar tras la pisada de ellos. Es que el deseo de matar a la señora es cada vez más fuerte. No sé si un día pueda. Te vas a mirar como en un espejo, mi amor, me dijo el negro cuando terminaron de poner la última cerámica. Maldito aquel día en que sonreí mirándome. Maldito el día que les conseguí la changa.
Andresito aprendió a caminar a los tropezones. Pobre hijo, gatear no pudo. Nuestra casita no tenía patio ni atrás ni adelante, menos a los costados. El negro se reía. Pa que aprenda a hacerse hombre. Si yo le decía algo me recordaba, culpa tuya, negrita, si apenas me dejabas poner dos ladrillos y después me atacabas, yo tenía que terminar la mezcla, te acordás, si me pongo duro, la mezcla también. Una noche pasó. Debe ser la de Andrés, porque salió medio cabeza dura el chango. El negro no había puesto ni medio ladrillo y yo ya estaba toqueteándolo. Ha, la juventud. Reventados y todo podíamos darnos el lujo de gastar la plata y el amor que no teníamos. Será por eso que Andresito es de dar hasta de donde no tiene. Una vez, cuando iba en quinto, a su maestra de matemática la tuvieron que operar de los riñones. Todos en la escuela y en el barrio decían que estaba grave, que había que rezar, porque era difícil que salga bien. Andrés preguntaba y siempre le decían lo mismo, hay que rezar. Incluso le dieron una oración escrita en el cuaderno, dedicada a San Pantaleón, le dijeron que ese ayudaba en la salud. Que recen con la familia. Como en casa no lo conocíamos no rezamos. Quién le pide cosas tan importantes a un desconocido. Después, dónde lo encuentro para devolverle el favor. Porque a mí que no me digan, pero todos te lo cobran. Está bien, todos es una palabra muy autoritaria, estará mejor si digo, la mayoría. Andresito le dijo a la directora que él no iba a rezar y le explicó. Pero que quería ayudar y le pidió la dirección o el hospital, que quería llevarle flores. Son para los muertos, le respondió la directora. Cuando fui a preguntarle por qué le había dicho semejante barbaridad a mi hijo me negó todo, incluso que Andresito había llorado frente a su respuesta. Si llegó con los ojos que parecía que se le había metido una jaboneta en cada uno. Mentirosa, le dije y me lo quiso echar. Me salvo una maestra que escuchaba de cerca y le hizo creer que yo estaba fuera de mí. Qué estoy bien centrada, le iba a gritar pero Andresito se abrazó a mi pollera para que me frene. Después, la misma que intercedió por Andrés nos dio la dirección. Lo llevé esa misma tarde sino mi niño nunca me lo perdonaría. Nos atendió un hombre, a juzgar por las apariencias, más joven que mi negro. La maestra no estaba. Ella está bien, preguntó Andrés. Sí, contestó el señor. Antes de que pudiera disculparme y dar por cumplido el deseo de mi hijo, volvió a preguntar, y sus riñones como están. El joven se echó a reír. No parecía triste y menos aquejado por algún problema familiar, quizá, especulé en ese momento, nos equivocamos de casa o ella se ha mudado. Yo no terminaba de especular cuando él dijo, ella ya está mejor, se ha curado completamente, la que no se ha curado es la directora y cierta gentuza de esa escuela. Andrés estaba tan contento con la primera parte de la explicación que no hoyó la segunda y creo, que el muchachón que debía ser el marido de la maestra no le hablaba a él en esa segunda parte, sino a mí. Qué quiere decir, si puedo saber, le pregunté mientras me mofaba conmigo misma por metida. La querían echar, le hacían la vida imposible y en eso que estaba renegando tuvo una infección en los riñones, nada grave, pero sacó licencia y luego decidimos que renunciara. Qué pena, dije por decir algo porque la verdad, no la conocí. Andrés que parecía haber quedado en la felicidad de las maestra curada, nos sorprendió mirándonos enojado mientras decía, y a nosotros que nos parta un rayo. Le explicamos como pudimos, entre los dos, volviendo a agrandar un poco lo de la enfermedad para que recupere el peso de la decisión, pero fue tarde, había entendido todo. Al día siguiente, con un par de excusas evité que vaya a la escuela para que olvide lo poco escuchado pero fue en vano. Esa misma tarde, en la canchita del barrio, le contó a cada uno de los amigos, a los de su grado, a los más chicos y especialmente a algunos más grandes, todo lo que sabía y agregó, como si percibiera más de lo que le fue mostrado, que a las otras dos maestras, esas que eran tan amigas de la de matemáticas, también las querían hacer enfermar para correrlas y que si no hacían algo se quedarían sin nadie que los quiera allí adentro. Tuvimos que ir las madres y los padres a pedir que vuelva la de matemáticas, que al fin y al cabo no sabíamos si eso era bueno o malo, para que nuestros niños dejen de hacer todo tipo de travesuras, las que cada vez tomaban un tinte más peligroso. La directora dijo que era ella o la maestra y todos le dijimos, la maestra. Resulto ser que la maestra, según recogimos de los chismes que salieron en ronda, se interesaba por los problemas de los niños, conversaba de eso con otras maestras y sin que nadie lo sepa ya habían ayudado a varios con útiles, un lugar en el que jóvenes voluntarios los ayudaban con las tareas y que además, en varias reuniones le había dicho a la directora que sus formas y exigencias eran las de un militar, no las de una educadora, que los militares adiestran como a perros y la escuela educa a personas.
A la directora la jubilaron unos años después y de la maestra no supimos nada más y Andresito y sus compañeros recuperaron su buena conducta. Aunque nadie olvidará el día, ese en que estalló todo, cuando los chiquillos enojados entraron por la tardecita, cuando ya nadie quedaba en la escuela, y escribieron con tizas de colores, Silvia te queremos, Silvia volvé, Silvia no está enferma, y defecaron en la puerta de la dirección. A juzgar por los tamaños y colores, fueron varios los esforzados en tal fechoría.
Ahí me di cuenta de que no soy de sobresaltarme pero si de acompañar y perseverar. Si bien no estuve a la cabeza de las protestas no falté a ni una cita, tampoco Andrés, cabeza dura y de andar solidarizándose con los perdedores.
Cuando vuelvo al piso de casa no hay forma de que no piense en mi niño. Cuando llego a la casa de suelo de nubes, ya no me puedo mirar en él, sólo veo el rostro de la señora manchándolo todo con su sangre inmunda hasta que aparecen sus hijos y vuelvo a mí. Ellos aun no son culpables, entonces la mujer desaparece. Que retire su cuerpo no hace la diferencia, porque parece estar siempre. A ver si hoy te esmerás un poco y dejás el piso como se debe, que este no es tu miserable rancho.
Saque a sus hijos entonces, quisiera decirle, pero me tiemblan las piernas. Veinte pesos, repito entre dientes, veinte pesos para que mastiquen algo nuestros dientes.
Ellos vigilan. Miran por la ventana. Sé lo que susurran sus labios, los leo a la distancia, aun antes de que digan algo. Ahí está la sirvienta, dicen. Saben que los veo. Esperan a que vaya a tirar el agua para meterse. Siempre encuentran un barro para ensuciar sus zapatillas. Sino hallan uno se mojan en la canilla del garaje y luego pisan tierra del jardín. La madre se hace la tonta. Diez segundos antes se retira para no ver. O bien disfruta del mal creyendo que así se fabrica el status o no puede poner límites a esas criaturas que han crecido mamando la mala leche del poder.
Cuando vuelvo a casa, el piso de ladrillos desnudos no puede recibirme ni siquiera con un brillo. No podrá nunca. Si apenas soporta, quebradizo y arrugado, mi figura cuando chorrea sus famélicas sombras. Este piso lo puso él. Yo le cebaba mates mientras la noche confundida lo miraba trabajar. Esa era nuestra cena.
Los dos llegábamos minutos después de las 8, en bicicleta. Por todo baño un fuentón. Me lavaba con rabia, como si el olor que traía del trabajo fuera un cáncer mordiéndome la carne. Te vas a hacer mal, me decía. Él, no se lavaba hasta después de terminar con la parte de ladrillos del piso de esa noche. No fueron muchas. La casa es chica. Pero como la luna se hacía más larga sin comida, había que entretenerse. Por eso hacíamos todo lento. Una semana nos entretuvo aquel piso. Lo mismo que le dedicamos al hijo.
Cuando Andrés estrenó su llanto en la casa yo le dije, mirá, este piso tiene tu misma edad.
Todo era por primera vez. Qué linda son las cosas nuevas. Pero todas juntas y cuando una no ha convertido nada en viejo, da miedo.
Andrés tomaba el pecho cada dos horas. Mate cocido toma, decía mi viejo que nos regalaba la yerba. Él y mi negro trabajan juntos. Ellos pusieron el piso que yo limpiaba. Cuando les conseguí el trabajo estaba feliz. Ahora odio pasar el trapo sobre las cerámicas blancas. Esos niños. A veces me asusto y empiezo a temblar. Entonces me aferro al palo de piso y sin levantar la cabeza lo vuelvo a pasar tras la pisada de ellos. Es que el deseo de matar a la señora es cada vez más fuerte. No sé si un día pueda. Te vas a mirar como en un espejo, mi amor, me dijo el negro cuando terminaron de poner la última cerámica. Maldito aquel día en que sonreí mirándome. Maldito el día que les conseguí la changa.
Andresito aprendió a caminar a los tropezones. Pobre hijo, gatear no pudo. Nuestra casita no tenía patio ni atrás ni adelante, menos a los costados. El negro se reía. Pa que aprenda a hacerse hombre. Si yo le decía algo me recordaba, culpa tuya, negrita, si apenas me dejabas poner dos ladrillos y después me atacabas, yo tenía que terminar la mezcla, te acordás, si me pongo duro, la mezcla también. Una noche pasó. Debe ser la de Andrés, porque salió medio cabeza dura el chango. El negro no había puesto ni medio ladrillo y yo ya estaba toqueteándolo. Ha, la juventud. Reventados y todo podíamos darnos el lujo de gastar la plata y el amor que no teníamos. Será por eso que Andresito es de dar hasta de donde no tiene. Una vez, cuando iba en quinto, a su maestra de matemática la tuvieron que operar de los riñones. Todos en la escuela y en el barrio decían que estaba grave, que había que rezar, porque era difícil que salga bien. Andrés preguntaba y siempre le decían lo mismo, hay que rezar. Incluso le dieron una oración escrita en el cuaderno, dedicada a San Pantaleón, le dijeron que ese ayudaba en la salud. Que recen con la familia. Como en casa no lo conocíamos no rezamos. Quién le pide cosas tan importantes a un desconocido. Después, dónde lo encuentro para devolverle el favor. Porque a mí que no me digan, pero todos te lo cobran. Está bien, todos es una palabra muy autoritaria, estará mejor si digo, la mayoría. Andresito le dijo a la directora que él no iba a rezar y le explicó. Pero que quería ayudar y le pidió la dirección o el hospital, que quería llevarle flores. Son para los muertos, le respondió la directora. Cuando fui a preguntarle por qué le había dicho semejante barbaridad a mi hijo me negó todo, incluso que Andresito había llorado frente a su respuesta. Si llegó con los ojos que parecía que se le había metido una jaboneta en cada uno. Mentirosa, le dije y me lo quiso echar. Me salvo una maestra que escuchaba de cerca y le hizo creer que yo estaba fuera de mí. Qué estoy bien centrada, le iba a gritar pero Andresito se abrazó a mi pollera para que me frene. Después, la misma que intercedió por Andrés nos dio la dirección. Lo llevé esa misma tarde sino mi niño nunca me lo perdonaría. Nos atendió un hombre, a juzgar por las apariencias, más joven que mi negro. La maestra no estaba. Ella está bien, preguntó Andrés. Sí, contestó el señor. Antes de que pudiera disculparme y dar por cumplido el deseo de mi hijo, volvió a preguntar, y sus riñones como están. El joven se echó a reír. No parecía triste y menos aquejado por algún problema familiar, quizá, especulé en ese momento, nos equivocamos de casa o ella se ha mudado. Yo no terminaba de especular cuando él dijo, ella ya está mejor, se ha curado completamente, la que no se ha curado es la directora y cierta gentuza de esa escuela. Andrés estaba tan contento con la primera parte de la explicación que no hoyó la segunda y creo, que el muchachón que debía ser el marido de la maestra no le hablaba a él en esa segunda parte, sino a mí. Qué quiere decir, si puedo saber, le pregunté mientras me mofaba conmigo misma por metida. La querían echar, le hacían la vida imposible y en eso que estaba renegando tuvo una infección en los riñones, nada grave, pero sacó licencia y luego decidimos que renunciara. Qué pena, dije por decir algo porque la verdad, no la conocí. Andrés que parecía haber quedado en la felicidad de las maestra curada, nos sorprendió mirándonos enojado mientras decía, y a nosotros que nos parta un rayo. Le explicamos como pudimos, entre los dos, volviendo a agrandar un poco lo de la enfermedad para que recupere el peso de la decisión, pero fue tarde, había entendido todo. Al día siguiente, con un par de excusas evité que vaya a la escuela para que olvide lo poco escuchado pero fue en vano. Esa misma tarde, en la canchita del barrio, le contó a cada uno de los amigos, a los de su grado, a los más chicos y especialmente a algunos más grandes, todo lo que sabía y agregó, como si percibiera más de lo que le fue mostrado, que a las otras dos maestras, esas que eran tan amigas de la de matemáticas, también las querían hacer enfermar para correrlas y que si no hacían algo se quedarían sin nadie que los quiera allí adentro. Tuvimos que ir las madres y los padres a pedir que vuelva la de matemáticas, que al fin y al cabo no sabíamos si eso era bueno o malo, para que nuestros niños dejen de hacer todo tipo de travesuras, las que cada vez tomaban un tinte más peligroso. La directora dijo que era ella o la maestra y todos le dijimos, la maestra. Resulto ser que la maestra, según recogimos de los chismes que salieron en ronda, se interesaba por los problemas de los niños, conversaba de eso con otras maestras y sin que nadie lo sepa ya habían ayudado a varios con útiles, un lugar en el que jóvenes voluntarios los ayudaban con las tareas y que además, en varias reuniones le había dicho a la directora que sus formas y exigencias eran las de un militar, no las de una educadora, que los militares adiestran como a perros y la escuela educa a personas.
A la directora la jubilaron unos años después y de la maestra no supimos nada más y Andresito y sus compañeros recuperaron su buena conducta. Aunque nadie olvidará el día, ese en que estalló todo, cuando los chiquillos enojados entraron por la tardecita, cuando ya nadie quedaba en la escuela, y escribieron con tizas de colores, Silvia te queremos, Silvia volvé, Silvia no está enferma, y defecaron en la puerta de la dirección. A juzgar por los tamaños y colores, fueron varios los esforzados en tal fechoría.
Ahí me di cuenta de que no soy de sobresaltarme pero si de acompañar y perseverar. Si bien no estuve a la cabeza de las protestas no falté a ni una cita, tampoco Andrés, cabeza dura y de andar solidarizándose con los perdedores.
Cuando vuelvo al piso de casa no hay forma de que no piense en mi niño. Cuando llego a la casa de suelo de nubes, ya no me puedo mirar en él, sólo veo el rostro de la señora manchándolo todo con su sangre inmunda hasta que aparecen sus hijos y vuelvo a mí. Ellos aun no son culpables, entonces la mujer desaparece. Que retire su cuerpo no hace la diferencia, porque parece estar siempre. A ver si hoy te esmerás un poco y dejás el piso como se debe, que este no es tu miserable rancho.
Saque a sus hijos entonces, quisiera decirle, pero me tiemblan las piernas. Veinte pesos, repito entre dientes, veinte pesos para que mastiquen algo nuestros dientes.
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