| 19-08-2011 |
La pobreza leída desde el ecologismo
Ecologista
La lucha contra la pobreza es un objetivo recurrente en muchas declaraciones públicas. Reducir drásticamente la cantidad de personas que viven con menos de un dólar al día o que no tienen acceso a agua potable o electricidad figuran entre las concreciones de este objetivo. En estas declaraciones sin embargo se olvida que los recursos del planeta –un planeta limitado en materiales–
no sólo están desigualmente distribuidos, sino que actualmente sufren daños quizá irreversibles. En un planeta saturado que ha superado su capacidad de carga hace décadas, cada vez es más cierto que los consumos desmedidos de una parte de la población restringen necesariamente los consumos básicos del resto. Las reflexiones sobre la pobreza y las estrategias para hacerle frente no pueden pasar por alto este hecho. La limitación y el riesgo de carencia han sido y son las condiciones naturales de la vida humana. Por regla general las culturas de subsistencia, conocedoras de los procesos de la vida, asumían, manejaban y optimizaban estos límites de modo que aseguraran su supervivencia y la de las generaciones futuras. Así ha transcurrido la vida durante siglos.
Las poblaciones más primitivas del mundo tenían escasas posesiones, sin embargo no se consideraban pobres [1]. Siendo la escasez una relación entre los fines que perseguimos y los medios de que disponemos para conseguirlos, poblaciones con fines humildes y escaso interés en la acumulación pudieron vivir con lo suficiente, e incluso en periodos de abundancia.
La pobreza voluntaria, la vida humilde o la sobriedad en los consumos, no fueron en tiempos situaciones despreciadas o temidas, antes bien, podrían considerarse en ciertas culturas y religiones como un estado de equilibrio o de virtud. No queda lejos la época en que la pobreza no se consideraba una situación degradante, aunque sí la miseria, es decir, la carencia de lo imprescindible.
Cierto que la ambición y el deseo de acumulación también han sido comunes a lo largo de la historia, pero nunca gozaron como ahora de una valoración ética tan positiva. Las culturas tribales acumulaban con el fin de afrontar periodos de escasez. Para muchas de ellas la autoridad moral del jefe se fundamentaba en la generosidad con su pueblo y la acumulación para éste era un modo de mantener su estatus.
Caminos hacia la escasez
La situación hoy es bien distinta. El mundo rico y una parte del que no lo es vive a caballo entre la insatisfacción crónica y el sueño del despilfarro. Cargado de propiedades –en algunos casos– pero más cargado aún de deseos de consumo, está más próximo a la percepción de escasez que lo estuvieron sus antepasados lejanos. Simultáneamente otra parte enorme y creciente de la humanidad sufre una escasez material que pone en riesgo su salud y su vida con una intensidad nunca vista. La escasez, tanto la relativa como la absoluta, es un resultado al que se llega por caminos diversos.
Uno de ellos es el acaparamiento, mecanismo por el que algunas personas se apropian de un bien que antes era colectivo en una proporción mayor a la que les corresponde, haciéndolo más inaccesible a otra parte de la población. La privatización de bienes comunales es uno de los mecanismos más antiguos de acaparamiento y, por tanto, creador de escasez.
Otro procedimiento para la institucionalización de la escasez consiste en recortar el acceso a determinados recursos por alguna vía. El mercado es la vía objetiva que se coloca entre los recursos y las personas dificultando el acceso a ciertos bienes. La creciente monetarización de bienes y servicios es una herramienta creadora de escasez.
Un tercer mecanismo, no nuevo pero sí generalizado en el capitalismo de la posguerra, consiste en asignar un valor distintivo, creador de estatus, a ciertos consumos a condición de que sean escasos (ciertas ropas, automóviles, viajes...). En el momento en que estos consumos se generalizan, pierden el valor distintivo y otros nuevos se colocan en su lugar produciendo una nueva insatisfacción. Este sistema permite que el aumento de la producción nunca elimine la escasez, en este caso subjetiva. De esta forma el umbral de la pobreza percibida se eleva de forma constante, lo que no impide que lo haga también la objetiva, aumentando la dificultad de acceso a consumos de primera necesidad, mientras se facilitan los superfluos.
Antes pobre y necesitado eran sinónimos. Hoy la sociedad de consumo nos ha convertido a todos en necesitados [2]. Y seguimos persiguiendo consumos distintivos, actuando como si el camino hacia arriba pudiera ser ilimitado.
A estos mecanismos de creación de la escasez se suma actualmente uno nuevo: el deterioro de los recursos naturales, necesarios para la vida, y la creciente dificultad para acceder a bienes esenciales como el agua potable, el alimento, las tierras fértiles o el aire limpio. Esta dificultad conduce en el límite a la expulsión de las poblaciones de los territorios que habitaban. Este fenómeno se había producido anteriormente por otras vías: apropiación por parte de grandes propietarios de terrenos productivos o con un subsuelo rico, mecanización del campo... Hoy se añaden a estos nuevos mecanismos de empobrecimiento: la prohibición de plantar semillas autóctonas, la deforestación y consecuente erosión, la desecación de acuíferos, el envenenamiento de tierras por pesticidas, la eliminación de biodiversidad, el uso de territorios como sumideros, el cambio climático... El deterioro ambiental provoca una escasez esencial que hace difícil la permanencia en el territorio. Las migraciones responden con frecuencia a esa dificultad para la vida, unida en alguna medida a la búsqueda de los niveles de consumo que se exhiben desde el escaparate de los países ricos.
En las grandes urbes, destino de esa avalancha de gentes expulsadas y migrantes, la economía de mercado es la única vía para resolver muchas de las necesidades básicas. La pobreza urbana, especialmente la de las llamadas ciudades miseria, es más desoladora por la cercanía del espectáculo del sobre-consumo y la inaccesibilidad de los recursos básicos y las redes sociales de apoyo. Desarmados los sistemas de ayuda mutua y eliminado el acceso a una tierra productiva, crece la dependencia del sistema económico y el riesgo de indigencia. Pero conviene no olvidar que “la gente no muere por falta de dinero, sino por falta de recursos” [3]. En el caso de las mujeres, a menudo excluidas de trabajos monetarizados y separadas de la tierra, responsabilizadas de la crianza y la atención a los miembros más débiles de la familia, la escasez, si cabe, se multiplica.
Este último mecanismo de creación de escasez, el deterioro de los recursos para la vida, a diferencia de los anteriores, no aumenta la abundancia absoluta en el grupo más poderoso, pero si la relativa. En todo caso reduce –a diferentes velocidades según los colectivos– las posibilidades de futuro de toda la especie humana.
La pobreza es pobreza del planeta
Si preguntáramos a la Tierra qué significa la palabra pobreza no hablaría de indicadores monetarios ni haría recuento de quienes viven con menos de un dólar al día. Probablemente nos mostraría vastos territorios deforestados, animales huyendo, cauces secos, especies extinguidas, poblaciones humanas desplazándose tras fuentes de agua o escapando de riadas, culturas que han perdido el sentido en urbes en las que sobran... un mundo en el que enormes poblaciones humanas han sido separadas de los recursos que les permitían la supervivencia y desplazadas a espacios urbanos superpoblados, donde ese acceso a los recursos básicos exige la mediación del mercado y en consecuencia del dinero. Un mundo en el que las economías de subsistencia van siendo progresivamente arrinconadas, expulsadas, deslegitimadas o ilegalizadas.
La Tierra nos ofrecería probablemente una imagen de pobrezas encadenadas: la pobreza vegetal, arrastrando tras de sí pobrezas animales y humanas, atmósfera, suelos y aguas empobrecidas. Hablaría del olvido de la interdependencia y de la ruptura de los ecosistemas vivos y señalaría a los seres humanos –algunos seres humanos– como primera causa de devastación.
Dada la complejidad del concepto, quizá conviene distinguir entre dos términos cercanos pero significativamente diferentes: pobreza y miseria (3). El primero se refiere a la dificultad de acceso a consumos superfluos, aunque manteniendo el abastecimiento de productos básicos. En las economías de subsistencia, integradas en el territorio, la pobreza no es una desgracia, sino un modo de vida sencillo en un mundo que tiene sus reglas. Los planes de desarrollo y de lucha contra la pobreza, dice Vandana Shiva, eliminaron la pobreza en el Sur, enviando a poblaciones enteras a la miseria, es decir, a modos de vida que simultanean consumos superfluos con carencias básicas para la supervivencia. Esta distinción entre pobreza (vida sencilla) y miseria (carencia de lo fundamental) es clave pues discrimina entre la vida sobria, aunque suficiente y sostenible para el planeta, de la éticamente insostenible.
Desde esta mirada más global podemos aventurar una posible definición de la pobreza (quizá sería mejor llamarle ya miseria): la consecuencia del hurto de los recursos naturales que permiten la supervivencia autónoma de una comunidad en su territorio. Tanto en el norte como en el sur miseria significa desposesión y falta de control sobre los recursos para organizar y mantener la vida de forma comunitaria.
Estamos indisolublemente ligados a nuestro planeta. Los problemas ambientales son problemas socio-ecológicos. Los problemas sociales son también socio-ambientales [4]. Deuda ecológica, ecología de los pobres, justicia ambiental, refugiados ecológicos, conflictos ecológico-distributivos, son algunos nombres de las luchas que comprenden la interdependencia entre los seres humanos y el medio vivo del que forman parte. Estas luchas muestran que nuestras miserias, las humanas y las del resto de la biosfera, están encadenadas.
Si observamos la naturaleza, ejemplo de empresa de amplio éxito en el tiempo, veremos cómo los ecosistemas no se han dedicado a sobreacumular de forma desigual para lograr su supervivencia, sino a mantener una diversidad y un equilibrio que les permitiera enfrentarse de forma colectiva a ciertas alteraciones del medio. El funcionamiento de la naturaleza practica la virtud del equilibrio. Sabe que por encima de cierto umbral, más es menos y por debajo de éste, menos es más. El principio cuanto más mejor que subyace a las prácticas de acumulación de la economía de mercado, se manifiesta no sólo inviable en un sistema limitado, sino radicalmente desajustado y torpe.
La lucha contra la riqueza
Curiosamente las reflexiones sobre la reducción de la pobreza no suelen relacionarse con las reflexiones sobre la riqueza. Las medidas comparativas para definir la primera (menos del 50% o del 25% de la renta nacional) no conducen en ningún caso a propuestas interdependientes. ONG, programas locales u organismos internacionales mantienen la pretensión de realizar intervenciones para reducir la pobreza, sin alterar los niveles de riqueza monetaria. Ésta ha sido la fórmula propuesta por los Estados del Bienestar.
Desde este particular modo de igualación que sólo contempla el camino hacia arriba, la lucha contra la pobreza ha adoptado estrategias de mínimos (salario mínimo, rentas mínimas, cobertura sanitaria, pensiones mínimas) con la pretensión de hacer escalar a la población por encima de la línea de determinado umbral de consumos.
Esta pretensión eternamente incumplida de extender la riqueza implica la presunción de vivir en un mundo de recursos infinitos, con una tecnología omnipotente –sólo hay que esperar que encuentre la solución– y cargado de buena voluntad, en el que todos los seres humanos podremos alcanzar niveles altos en los consumos que nos satisfacen.
Sin embargo en un mundo lleno en el que la capacidad de carga del planeta ha sido superada hace ya años [5], en el que no está asegurada la soberanía alimentaria de una mayoría, en el que los recursos más elementales como el aire o el agua limpios empiezan a escasear y está en duda la supervivencia de las próximas generaciones, no es admisible mantener esta pretensión de enriquecimiento.
Parece obvio que la eliminación de la pobreza no es posible sin atajar drásticamente los altos niveles de devastación y de consumo de buena parte de la población del norte. La lucha contra la riqueza en el sentido económico de la palabra, que presupone hurto y despilfarro, será mucho más urgente y más eficaz que la supuesta y siempre fracasada lucha contra la pobreza.
Desde un análisis ecologista y desde la consideración de un planeta limitado en materiales que ha tocado techo, es irresponsable pretender un aumento de consumos necesarios en una parte de la población, sin abordar una disminución radical de consumos en aquella otra parte que extiende su huella ecológica mucho más allá de sus fronteras. Dicho de otro modo, en la lucha contra la pobreza es necesario incorporar a las estrategias de mínimos, las estrategias de máximos. Imaginemos unas políticas que asuman la limitación y definan un umbral máximo en el uso de determinados recursos, unas políticas de máximos que fijen límites por arriba: consumos máximos de agua, de energía, rentas máximas... No es fácil imaginar estas prácticas en un mundo gobernado por la economía de mercado y el capitalismo que contempla con horror cualquier regulación del consumo. Y, sin embargo, puede ser la única propuesta honrada con quienes sufren, con quienes sufrirán la miseria y con todos los y las habitantes del planeta.
Notas[1] SAHLINS, MARSHALL: Economía de la edad de piedra, Madrid, Akal, 1977
[2] NAREDO, JOSÉ MANUEL: “Sobre pobres y necesitados” en RIECHMANN, J., Necesitar, desear, vivir, Madrid, Los Libros de la Catarata, 1998.
[3] SHIVA, VANDANA: Abrazar la vida, Madrid, Horas y Horas, 1995.
[4] MARTÍNEZ ALLIER, JOAN: El ecologismo de los pobres, Icaria, Barcelona, 2005
[5] RIECHMANN, JORGE: Biomímesis, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2006
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| 19-08-2011 |
Monsanto y Dow Chemical sus fabricantes, EEUU responsable
El Agente Naranja, a 50 años de uno de los mayores crímenes contra la humanidad
Barómetro Internacional
La Asociación de Víctimas del Agente Naranja de Vietnam recordó este 10 de agosto en Hanoi medio siglo de este abominable crimen , el bombardeo masivo de los EEUU con Agente Naranja sobre grandes extensiones del territorio vietnamita, cuyas secuelas marcaron de la forma más horrible y para siempre la vida a 4,8 millones de vietnamitas y a toda su descendencia, quienes sufren el llamado Dolor Naranja. La Asociación de Víctimas Vietnamitas recordó el trágico día en que comenzó una de las peores pesadillas que aun continúan sufriendo niños que nacen deformes, o con su sangre envenenada.
En la década entre 1961 y 1971, el criminal gobierno norteamericano roció gran parte de Vietnam con más de 80 millones de litros de un letal herbicida defoliante , producido por Monsanto y Dow Chemical con 61% de Agente Naranja y 355 kilos de dioxinas, que desde ese entonces y hasta hoy día siguen causando sus estragos en la población vietnamita afectada y en los territorios aun contaminados.
Dicho agente naranja usado de manera indiscriminada por el Ejército Estadounidense durante la Guerra de Vietnam es una mezcla de 2 herbicidas hormonales: el 2,4-D y el 2,4,5-T ; por la inusual demanda del defoliante durante esos 10 años, las empresas fabricantes para cubrir los pedidos no purificaban en su síntesis la segunda sustancia dioxina 2,4,5-T , tetraclorodibenzodioxina , presentando esta un muy elevado contenido de un subproducto hormonal altamente cancerígeno. Ese residuo marcó para siempre terribles secuelas en la población vietnamita y en los propios soldados estadounidenses, las peores secuelas se hacen notables principalmente en las progresivas descendencias de los contaminados por su absorción directa o indirecta por vía oral o cutánea, quienes adquieren altas probabilidades de sufrir malformaciones severas y cáncer.
Hasta la fecha el gobierno de los EEUU se niega a asumir su culpa por el horrendo crimen químico cometido , siendo este el caso de guerra química de mayor envergadura y más larga duración de la historia, provocando las consecuencias más indeseables, destructivas e indignas para la vida jamás visto por la humanidad. Más de 4,8 millones de vietnamitas resultaron expuestos a los efectos letales del agente naranja, de los cuales más de 3 millones son víctimas aun de sus nefastos efectos directos .
Todavía hoy día, en varias partes del territorio de Vietnam el índice de dioxina residual en el ambiente, en plantas, en animales, y en los propios pobladores, supera en niveles muy superiores al permisible según la agencia estadounidense de protección ambiental. En esos lugares, la tasa de ocurrencia de enfermedades de cáncer y deformaciones congénitas en las generaciones de hijos y nietos de los afectados, es muchísimo más alta que en los sin contactar con el letal tóxico norteamericano .
La administración yanqui en 1984 solo aprobó fondos para los veteranos de guerra estadounidenses afectados por su propio agente naranja, rechazando siempre indemnizar a las víctimas vietnamitas, por lo cual la AVAV presentó una demanda ante los tribunales estadounidenses contra 37 compañías productoras y distribuidoras de la sustancia mortífera al Ejército estadounidense (entre las que destacan Monsanto , Dow Chemical y Diamond Shamrock ). Logrando que entre los años 2007 y 2010 algunas organizaciones no gubernamentales estadounidenses enviaran 24 millones de dólares a Vietnam, y 34 millones en 2011 para proyectos de saneamiento del medio ambiente y asistencia a personas afectadas.
Decenas de miles de habitantes de Ha Noi participaron el 07 de agosto en una caminata de solidaridad con las víctimas por el 50 aniversario del inicio de la catástrofe del Agente Naranja (su fecha oficial es 10 de agosto de 1961). Esta marcha fue auspiciada por la Cruz Roja y diferentes organizaciones nacionales y extranjeras, con el lema de “ Mejorar la salud y condiciones de vida para las víctimas ”. El Comité organizador inició “ El Mes de Acciones por las víctimas del agente naranja ”, durante la cual se prevé recaudar US$ 3,5 millones a favor de los afectados, también se requieren actividades de solidaridad internacional como la entrega de becas a hijos de las victimas, promoción de un programa de donación de sangre y organizar exposiciones fotográficas sobre los nefastos efectos del letal tóxico sobre la salud humana y el medio ambiente.
Fuente original: www.barometro-internacional.org
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