Audios - textos del autor del blog

Presento aquí audios sobre los temas sugeridos en los títulos coloreados, y textos de mi autoría. Este juntar páginas es a los fines de dedicar un más al modelo agro-exterminador.
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En esta página todos los audios: Audios: el circo de la vida

Presentamos en esta página audios de conversaciones del Grupo Misionero Trashumante de Hersilia para F.M. Hersilia 92.5 - Las conversaciones son:

ANDALGALÁ SOMOS TODOS
ADOLESCENTES EN PELIGRO (16 minutos)
SALUD PÚBLICA  (14 minutos)
DERECHOS HUMANOS (11 minutos)
FUMIGACIONES (12 minutos)
LOS MEDIOS (14 minutos)
TREN SANITARIO (14 minutos)
IDENTIDAD, MILITANCIA E IGLESIA (13 minutos)
MINERÍA A CIELO ABIERTO (16 minutos) Entrevista a Javier Rodríguez Pardo.
BICENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN DE MAYO (15 minutos)
LEY DE CASAMIENTO HOMOSEXUAL (12 minutos)
LOS LIBROS (19 minutos)


PAREN DE FUMIGARCAMPAÑA DE CONCIENTIZACIÓN SOBRE LOS IMPACTOS DE LOS AGROTÓXICOS

Audios de los participantes en el Encuentro del Centro Cultural Guapachoza en ocasión de presentar a la prensa y la opinión pública el Informe sobre los Pueblos Fumigados. Los mismos fueron grabados y gentilmente cedidos por el Sr. Alejandro J. Fernández a quien agradecemos.


PAREN DE FUMIGAR VIDEOS
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Aquí les dejo algunos escritos que están en los libros y otros, las crónicas, que algún día, quizá, sean publicadas como tales...
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Que nadie lo nombre
novela
A los que luchan contra el fatalismo…
A los que siembran esperanza…
A los compas trashumantes...
A mis viejos...
A mis Amores Eda, Sandino y....

Encontrarán la novela en Calamèo, o por la imagen de tapa que está en la página principal en el margen izquierdo.

Breve introducción:
Esta novela no tiene mucha corrección y debo confesarles, aunque para los que me conocen no es ningún misterio, que soy portador de ermosos herrores de hortografía, je,je. Así que si los descubren me avisan y si hay de otro tipo de aportes, más en lo estilístico, en lo gramatical, etc, serán requetecontra bienvenidos. Quizá algún día la publique y los ponga como colaboradores en la tarea.
Esta novela tiene otra particularidad: fue escrita en 2005, al mismo tiempo que, y sin saberlo, se estaba filmando la película "La suerte está echada" de Sebastián Borenstein. Cuando vi la peli me asombré por dos cuestiones, primero por algunas similitudes en la búsqueda temática, en ciertos giros de los personajes que muestran una sincronía misteriosa con lo que yo pensé y escribí en mis personajes. Intenté contactarme con Borenstein pero no conseguí dirección, si alguien tuviera el contacto y me lo puede pasar lo agradecería. Lo otro, es que a pesar de esas coincidencias en el trazo grueso ambas búsquedas se despegan, sobre todo en lo temporal, el encuadre del plano internacional, regional y nacional, también en el giro político y algunas cosas más que no mencionaré por miedo a empezar a contarles la trama.

Se llama: Que nadie lo nombre y aquí les dejo el capítulo 1

1
Es periodista. Su trabajo lo hace bien, nada más. No es mal tipo. Heredero de una normalidad famélica carga culposo una maldición que no puede desenmascarar.

Me cuenta lo que pasó cuando fue a Buenos Aires con mi dinero. “Era la presentación de un libro muy importante, en ese momento, escrito por un intelectual francés” dijo intentando una arrogancia que jamás le salió. Mencionó también su apellido que podría ser Sourdieu, o Suordiue, o Sordeau, algo así. Era un ensayo dedicado a la búsqueda y explicación de las posibles causas del derrumbe del imperio Capitalista Occidental y las bases del surgimiento del nuevo sistema Capitalmunista Oriental, lo sé muy bien porque intentó explicármelo veinte veces. Creo que la conclusión que saqué en ese momento fue: “ese sistema es más de lo mismo, siempre ganan los que dicen qué es ganar y qué es perder”.

Cuando entra al hotel donde se organiza la conferencia, enseguida, no habría pasado un minuto, se desata, al decir de las voces chillonas de algunas damas empapadas en histeria: “un incendio, un incendio, un incendio, un incendio, un incendio”. Al fin se comprobó que había sido una ilusión. “Falsa alarma” gritó alguien autorizado a la vez que disparaba al aire. Cuando todos dejaron de correr a ningún lado el autorizado volvió a repetir: “falsa alarma” y agregó esta vez algo más autorizado todavía: “¡carajo!”. La desilusión sobrevoló como una lechuza (animal mitológico, ya extinto, del cual se creía daba mala suerte si volaba sobre tu cabeza y chistaba), por sentir los concurrentes al evento que se quedaban sin algo interesante para contar después, o al perder una hermosa oportunidad para experimentar que podrían renacer de nuevo. Mi querido deudor, no alcanzó a entrar en la escena del sobresalto porque lo empujaron hacia fuera. El humo que despertara los pavores colectivos venía de un edificio, del estilo de los chinos, en construcción, al costado derecho del hotel. Por ignorancia del viento que no sabe nunca que lleva, se había colado en grandes bocanadas grises por los ventanales del hotel, como si pitaran abanos métricos algunos de los gigantes de Brodbingnag, atiborrando pestilente las habitaciones más cercanas a la construcción. Lo que ayudó a incrementar la insipiente psicosis fue el recuerdo cercano y fresco de los espantosos sucesos, anunciados y televisados en directo para el canal global, propagandizados el mes previo como el estreno más espectacular de todos los tiempos. Fueron uno por semana durante ese mes. Batieron record de audiencia y muertos, aunque esto último aun está en dudas, pues se sospecha que en un esfuerzo magnánimo de producción fueron trasladados desde algunos de los territorios africanos donde aun abunda el Coltan. Se presume que la venta de cuerpos fue realizada desde los ejércitos financiados por las empresas que se disputan el mineral, con la intermediación de “Potencias Unidas”, que por supuesto, hizo aquello, con el fin siempre tan noble de conseguir la paz. Según un analista luego censurado con un asenso, la operación no fue tan costosa porque, como en todo negocio, oferta y demanda, corrompen la balanza y comprimen salarios. Por ser los ejércitos eficaces en eso de crear enemigos, dejaron una gran cantidad de muertos bien justificados, sobre todo civiles. Esta abundancia de materia prima bajó los costos. Lo único que encareció un poco la transacción fue el precio del transporte. Se  rumorea que el pago por cadáver fue a razón de un dólar, si estaba fresco aun, y 50 centavos el de varios días. “Esqueletos no” dijo un alto dirigente humanitario, “porque se pueden desvirtuar las imágenes del terror”. Los cuerpos que pasaron la inspección técnica (se chequeaba una muestra por cada cien), por miles, fueron depositados en el lugar del recuento de víctimas en cada edificio demolido después de la agresión. Se sospecha también que, gracias a la venta de información por parte de los agentes de la CIA y la DEA, ahora devenidos en lo mismo que ayer, traficantes mercenarios, se supo con anticipación cueles serían algunos de los objetivos previstos por los neo camicaces. Alertados de esto, se procedía no a la destrucción del atacante y su avión, sino se permitía la perpetración del hecho previo vaciamiento del edificio y rellenado de cadáveres de importación. Sólo un detalle se les había escapado, había demasiados negros re negros entre los muertos mostrados. La explicación, poco creída en general, pero aceptada en su totalidad, fue que se trataba de edificios donde trabajaban muchos inmigrantes, elegidos por los terroríficos suicidas justamente por eso: “Atacan ahí por su henchido odio ancestral a las razas que carcomieron como un cáncer su gran país” dijeron fuentes gubernamentales.

Todos los atentados habían sido perpetrados por terroristas Bushinicos nucleados en la red internacional Alca – Chofa bajo el lema: ‘Dios todavía es blanco`, provenientes de Estados Unidos y sus aliados. Fundamentalistas del viejo mercado capitalista, rencorosos por haber perdido su control planetario, habían hecho explotar sus obsoletos aviones de guerra contra edificios de ciudades de medio oriente y una vez, sólo una, en la mismísima China. Volviendo a nuestro periodista y al humo colado por la ventana, la posibilidad de espanto llegó a un botones y por este al conserje que llamó a la Brigada de Bomberos Mercenarios Antiterroristas y con sus caniños mutantes resistentes al fuego. “Falsa alarma” decía el jefe que era el del casco más grande y manguera más larga. Todo volvió a la calma. Los obreros no pudieron disfrutar del asado de costillas del típico pollo “cuatro pechugas seis patas”, porque los obligaron a apagar el fuego. Aclaro por si acaso no está al tanto, ya estaba la veda de carnes rojas, bordó y negruzcas, en vigencia, antes incluso que la de pechugas y muslos de aves que eran sólo para exportación y consumo de elite. Para la gente de trabajo a la fuerza sólo le estaban permitidos costillares despojados de sus pechugas y muslos.

Cuando todo estaba listo, el ascensor por donde sube el periodista del interior de quien les hablo, el de la ciudad de Torrado, se cae. Así de simple, se corta no uno, sino dos de los tensores de acero trenzado que lo sostienen. Los expertos dicen que es imposible. Alguien habla de sabotaje, pero, contra quién. La editorial que tiene los derechos de publicación por los siguientes 2000 años aprovecha y capitaliza la versión del atentado diciendo de inmediato a la prensa presente, quienes parecían moscas desesperadas ante ese posible pastel de sangre, “todo fue para parar la presentación del libro. Ya habíamos recibido amenazas que no dimos a conocer para no alarmar a nadie”, y que no los iban a detener, que igual se iba a realizar la presentación. El periodista de Torrado y los otros dos ocupantes del ascensor accidentado después de ser atendidos por prevención fueron liberados. Hubo en medio una oferta de una farmacológica, para que los heridos digan que tomaban tal medicación fabricada por la empresa, uno de los 60 tipos de antiinflamatorio, y que por ello reaccionaron tan rápida y eficazmente sus cuerpos ante el impacto. No prosperó porque una de las víctimas del asensoricidio, que no es el periodista, estaba siendo tratado de una afección cardiovascular provocada por el excesivo consumo de drogas alussexógenas, y la mujer del susodicho no tenía conocimiento de ello. La propuesta, un modus operandi habitual entre los hospitales que hacía tiempo se financiaban operandus de este modi, fue descartada inmediatamente y ofrecida a los de la sala contigua, salvados de milagro en un choque de un tren de pasajeros con uno de los famosos tren del secreto, del que se supone nadie sabe lo que llevan aunque podamos afirmar, como todo mundo, que su carga es agua milagrosa (porque si la tomás no te envenenás), de las montañas eternas, cargada en toneles con forma de fardo para que no nos demos cuenta. En realidad, nadie sufrió graves daños porque cayeron cuando el ascensor recién pasaba por el segundo piso. Fue apenas un susto elocuentemente representado en las manchas traseras de sus pantalones, que la prensa se encargó de retratar obviando, casi, los rostros de los damnificados. Esto, sin pensarlo, resultó positivo porque hizo que nadie supiera de quienes se trataba, y no se alarmó infelizmente a la familia de nadie en particular, o a la de todos los asistentes al evento en general, lo que divide la pena por más gente y la hace bien soportable. Al escritor francés, que aun estaba sin enterarse de nada en su habitación, le cayeron con la noticia tal como la editorial la había manipulado, exagerando, por si el famoso no se tragaba aquella diversificación falaz de lo ocurrido.

Me cuenta el periodista, que retrasada la presentación del libro una hora, tiene tiempo de recomponerse y cuando vuelve al hotel, convencido de que se recupera de un trauma quien se atreve a estar otra vez en el lugar de los fatuos sucesos, llega a la sala de presentación y en compensación por su accidente le prometen que tendrá unos minutos para saludar al famoso. La conferencia fue normal, salvo por problemas en el sonido que al decir de los técnicos jamás les había pasado, por lo que el escritor terminó disfónico.

El lanzamiento del libro y las respuestas a la prensa duró poco más de una hora. Al cabo de la misma presentaron en privado al periodista torradense con el escritor francés que le dio la mano y lo abrazó. Se disculpó por tener que hablar como en secreto, lo que tornó al encuentro en una muy íntima conversación. Charlaron dos o tres minutos y cuando el escritor se está dando vuelta para dirigirse a su habitación se hoye un estruendo que conmueve a todo el hotel. De inmediato entran en pánico, sobre todos los de la editorial y el escritor sugestionados por la fábula que ellos mismos habían inventado aprovechando la ocasión. Tirados en el piso, al menos bien alfombrado y limpio, desconcertados, esperan no morir. En un minuto un empleado del hotel, agitado, tratando de contener la risa al ver mojadas y opacadas las partes confluyente de los pantalones donde se forman las entrepiernas de los que yacían boca abajo les avisa, avergonzado, que no se preocupen, que ha reventado la caldera pero está todo bajo control. Con una seriedad que lo lastima por dentro, en sus esfuerzos por no carcajear, se disculpa: “en doscientos años nunca nos han ocurrido las cosas que nos están sucediendo hoy, realmente no sabemos que está pasando”. El Periodista de Torrado me cuenta, que cuando sale de Buenos Aires, promete no volver nunca más. Pero no lo podrá cumplir.
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 Cuento:
                                                Despertar en Ecuador
Despierta en medio del sueño. Por un instante no sabe dónde está. Si en su cama o en una camilla, sobre la que, sujetas sus manos y pies, le tajean el pecho. Está toda transpirada. Cuando descubre que es su dormitorio el que la rodea, se alivia. A pesar del frío de ese invierno enloquecido se destapa completamente. Una silueta ensombrecida le esquiva a los ojos de la noche el placer de su figura sofocada. Después piensa por qué habrá soñado con aquello. Cuando las gotas de transpiración le comienzan a crispar la piel, desea otra vez el calor de las frazadas. Al cabo de unos minutos, pensando en los cambios que debe hacer, queda dormida en plenitud lejos ya de la odiosa camilla.
Cuando suena el despertador es la misma. Lo apaga con delicadeza. Da una o dos vueltas, para un lado y para el otro, y luego, segura de que le espera un buen día, pega un salto estirándose de tal modo que las costillas bajo sus pechos parecen una escultura en bajo relieve, fruto de unas manos con pulso y gracia perfectos. Después se viste lentamente, eligiendo las prendas para este día. Es de poner atención a su estética aunque no se fanatiza. Opta con buen tino y rapidez impaciente por las prendas con que cubre su cuerpo meticulosamente. Hoy, medias marrones para los zapatitos de cuero al tono, pantalón de corderoy con un calce arquitectónico. Por el frío, una camiseta blanca de mangas largas sobre el corpiño color piel y arriba una polera de algodón beige. Por último, un pullover de lana de vicuña que sus padres le han traído de regalo en uno de sus viajes a Jujuy. La campera de gamuza marrón oscura se la pondrá sólo para salir de su casa.
Se cepilla los dientes, se lava la cara y mira al espejo. No se sorprende de nada, aunque le parece ver un destello nuevo en el brillo hipnotizante de sus ojos pardos. Sus cejas crepusculares, las pestañas encendidas, no hacen caso al nuevo brillo, demasiado tienen con sus propias bellezas. En la claridad de sus pómulos tiernos se instala la mañana. Y en su boca de grandes besos, que se confunden con caricias de plumas, las primeras palabras se posan como si fuesen canarios en la ventana a punto de conocer la libertad. “Te ves muy bien”, se dice, y se regala la primera sonrisa del día. Lista, sale hacia la cocina con ansias de un buen desayuno.
La mañana de trabajo se presenta tranquila. Llega hasta la oficina en un remis, como lo hace desde el primer día que empezó a trabajar. No está nada mal, con veintisiete años ha llegado a ser la jefa del área de administración general de la empresa.
Cuando entró a la universidad, sin haber cumplido los dieciocho aún, siendo una adolescente dubitativa y nerviosa, insegura en sus decisiones y presa de algunas angustias que hacían nido en su estómago, se presentaba socialmente sin poder esconder su rostro pálido y desganado. Fue una temporada de malas pisadas. En una amiga, con la que ya no comparte sus días, pero sí correspondencia, encontró paz y ciertas certezas que la hicieron la mujer arrolladora en la que se ha convertido. Su amiga, mientras duraron los estudios, fue como una nodriza. Ahora está en Brasil, con su familia, donde tuvieron que recalar por decisiones de la empresa en la que trabaja su padre y en la que ha entrado ella también. No convenía producir aquí, y los empresarios no dudaron, se llevaron todo al país del carnaval.
Cabe aclarar que ser jefa con veintisiete años no es fruto de su rara belleza, sino de su capacidad para los números y el conocimiento de las leyes económicas. Le ayuda mucho su desarrollada intuición, impregnada de una sagacidad casi erudita, para leer los avatares de la extraña manera de hacer política en el país. Este plus es casi indispensable para alguien que quiera timonear un área importante en una cualquier multinacional empresa que pretenda, sin sobresaltos, usufructos rimbombantes en esta nación timorata. Hay que saber andar entre dirigentes inescrupulosos e imbéciles, dotados muchos de ellos de una servil ignorancia, más una buena porción de displicentes y unos pocos beligerantes. Ella sabe mucho, de nadar en estas contaminaciones.
Así fue trepando la sinuosa cuesta de la administración central en aquella petrolera venida de Europa, que había contado con todo el beneplácito del Estado Rioplatense.
Trabaja hasta tarde. Casi siempre se va entre los últimos. Ama mucho los grandes negocios, en los que participa acompañando a algún gerente de alto rango o al presidente local de la compañía. Se desespera por estar en aquellas reuniones donde los misiles, las puñaladas, las trompadas y los escupitajos, las palabras groseras y los insultos son reemplazados por vocablos técnicos y combinaciones exquisitas y a veces relajantes de tanta legalidad. Se apasiona más aún cuando aparece en la afrenta de negocios, la fuerte presencia del combate numeral, hecho de ecuaciones muy precisas. Toda una guerra, donde quedan los contendientes bañados de sonrisas falsas. Está cómoda en medio de una atmósfera de excéntricas apuestas, como si estuviera en el casino más caro del mundo, frente a la ruleta más impredecible. Estar en las salas enormes, de grandes ventanales, que siempre dan al corazón de la ciudad, le es suficiente motivo para trabajar con el esmero que lo hace. Además del incentivo que significa viajar a otros países para tales circunstancias.
Pero este día no va a ser uno de esos tan emocionantes, con anuncios de viajes o posibles invitaciones a una negociación, ni siquiera a prepararse para alguna eventual salida. Se avecina una confrontación, no muy fuerte, con el gobierno argentino, por la inminente suba del precio de los combustibles. En esto ella ha trabajado desde lo contable. Ahora es sólo una cuestión de estrategias de mercado, políticas y colaboraciones bien dadas que ya están previstas y minuciosamente analizadas. Hay que esperar con paciencia, que la coyuntura se acomode de tal modo que sea juzgada como adecuada, o lo menos hostil posible, para la implementación de las correspondientes medidas de ataque.
Al mediodía almuerza con sus asesores contables aprovechando la ocasión, como es costumbre. Esta vez se ufanará delineando algunas medidas necesarias para un nuevo cambio interno en la sección de manejo de inversiones, que le ha sido pedido desde la gerencia. Es constante la exigencia de más dinamismo, más eficacia y más capacidad de ahorro. Ni una sola vez dijeron: “para obtener más ganancias”. La ocasión también se presta para otras conversaciones que surgen casi siempre sin que nadie sepa cómo y de quién, convirtiéndose en el único momento de distensión entre las rutinas empresariales. Este mediodía el tema es la convivencia con sus respectivas parejas, o con quienes comparten la casa o la vida, que no es lo mismo. La primera moción que cuenta con un consenso generalizado es la del reclamo que les hacen por el tiempo, ya que “vivís más en la empresa que en casa”, “haces más por el futuro de la empresa que por el de tus hijos”, “lo único que te falta es acostarte allá y hacer el amor con tu computadora y listo, yo ya no existo”, “esto de vernos sólo los domingos no va más”, “nena, ¿no estás trabajando mucho?, ¿no te va a hacer mal?”, “vos, mucho petróleo, mucho petróleo, ¿y una novia para cuándo?”; y frases por el estilo que van descomprimiendo las conciencias y transformando el fin del almuerzo en una carrera de quejas y lamentos que se apagan poco a poco. Antes de dispersarse, ella aprovecha y cuenta, sin saber bien el motivo, el sueño de la camilla, y cuando todos quieren contar los suyos o por qué no se acuerdan de sus sueños, se termina el tiempo de almuerzo y con las ideas en sus cabezas, dando vueltas como una calesita que poco a poco disminuye su fuerza giratoria, se van apaciguando. Las palabras se buscan un rincón cualquiera, o quizá el mismo de donde salieron, para reposar, hasta que las compuertas de la vida se abran nuevamente.
Al entrar a su oficina le cuesta poner todo su pensamiento en el trabajo. Siempre le ha resultado fácil concentrarse en los números. Nunca un tema que hubiera conversado, por más interesante que fuera, la había distraído de su importante función. “Mientras estoy en este sillón” dice cuando aún no termina de acomodarse, “no puedo dedicar ni un segundo a otra cosa que no sea la empresa. Segundo distraído, posible error fatal” ha sentenciado. Por más que hace, no puede. Decide no seguir con los papeles que tiene enfrente, “más vale peco de lenta y no de descuidada”. Se organiza mentalmente para pensar lo más rápido posible en lo que la está deteniendo. Quiere conseguir con inmediatez una tregua con su memoria. De ese modo no mezclará los hechos y retornará al trabajo con la mayor urgencia y sin nada que la perturbe.
“¿Por qué conté mi sueño?”, se pregunta, “o mejor aún; ¿por qué lo recordé tan vívidamente?” “Alguien que parecía ser yo aunque con otro rostro, atada en una camilla y, unas personas cortándome” susurra sorprendida. Su mirada se pierde en el almanaque, entre los días de aquel julio impecable colgado en la pared, debajo de una reproducción de un Quinquela. “Una camilla, un bisturí de doctor, varios hombres riéndose”, enumera, ahora con la tristeza en su voz de memoria, “un foco fluorescente, una máquina de escribir como la que tenía papá, mamá parada contra la pared, pero con otro cuerpo, con los brazos hacia mí, y ese cuadro de Quinquela, ¡ese cuadro de Quinquela!” dice sorprendida cambiando su tono mental que le hace levantar las cejas y sonrojar los pómulos. “Me tengo que olvidar”, ordena conciencia adentro, y se lo repite en voz alta. Después mira el papelerío sobre su escritorio, toma la lapicera plateada, regalo de un ex novio al que nunca amó, y se pone a ordenar cifras casi mecánicamente. Antes de lo previsto, como le sucede siempre, termina con ellos y llama a los asesores contables. De inmediato están en su gran oficina aventurando ideas para los cambios en el área de inversiones, aunque ella tiene todo más o menos resuelto.
Dos años después, está en la España resucitada, en el edificio que es la sede central y administrativa de la compañía petrolera, teniendo a su cargo la supervisión de las secciones de inversiones en varias filiales del exterior. El manejo y la creatividad mostrados, además de los conocimientos y su gran inteligencia intuitiva, le fueron reconocidos con rapidez, ganándose el ascenso con la no menor ayuda de su independencia, la demostrada adaptabilidad a los distintos ambientes y culturas, su manejo de idiomas y el gusto por los viajes, los hoteles y las relaciones ocasionales. Contando además, que las dependencias de la empresa en el extranjero están, mayoritariamente, en países del tercer mundo al que ella conoce muy bien, incluso a nivel de sus masas y sus idiosincrasias regionales.
Ahora está de viaje hacia Ecuador, donde le esperan tres días de trabajo revisando contratos de inversión con terceras empresas que se encargarán del transporte de sus hidrocarburos. El vuelo en primera clase ya es una cuestión de rutina para ella que se ha acostumbrado a dormir plácidamente, tanto como a comer o leer según le sea necesario, para menguar la desubicación producida por los cambios horarios. Cuando el avión sobrevuela las grandes cordilleras con sus fondos verdes multitonales, se despierta sin sobresalto. Un pequeño remezón sacude levemente a la aeronave arreciada por los vientos cordilleranos, coincidiendo en el mismo segundo, con unos ventarrones en sus ideas, que le producen el desvelo anticipado. Es rutina para ella despertar recién cuando el avión toca pista. Mira el reloj que está funcionando con la hora local, costumbre que ha adquirido en uno de sus viajes a México. Después se despabila, observa el paisaje lejano por la ventanilla y con la mirada profunda y al montón, puesta en quien sabe qué cosa que hubiera en los valles, se pregunta qué hace otra vez allí, entre sus ojos, ese sueño de camilla y aflicción. Aunque ahora es distinto. Si bien ve la camilla y hay mucha tristeza en el ambiente, ya no está el cuadro. Queda solo un hombre limpiando el piso y sacando una sábana con sangre de la camilla. No hay rastros de su madre contra aquella pared que tampoco es la misma. Ella siente todo pero desde un lugar que no puede precisar, como si un punto cardinal desconocido se le presentara al sur de su cuerpo. Después recuerda cuando todavía en Buenos Aires, un mes antes de los cambios formidables en la sección de inversiones que fueron la estocada final para el traslado de ascenso, ha soñado con lo mismo. Todo confluye en el rostro desdibujado de su madre. La angustia tiene la misma altura que el vuelo y no le gusta. No está acostumbrada a permitirse estos trances. Sabe que debe aterrizar. Decide que ni bien toque tierra la llamará.
La empresa le dio un celular con llamada libre, lo que le permite estar casi en directo dos o tres veces al día, según los tiempos de su trabajo, con quien quiera. Le aparecen en los ojos unas lágrimas. Son fruto de una repentina consciencia. En sus labios se mueve el nombre de su padre, al que no pudo ir a despedir, en su lecho de muerte, por encontrarse en Guatemala sin vuelo a su alcance que le permitiera llegar. Prefirió terminar su misión y tomarse la semana que le dieron en la empresa para estar con su mamá. Hace cinco meses de esto y no puede asumirlo. Una pena culposa se le instala en las sienes hasta producirle siempre, indefectiblemente, un dolor de cabeza leve y preciso. Como ya sabe, viaja preparada con su pastilla y su rezo, mecanismo expiante extraído de un viejo resabio convertido a nuevo, de su antigua e infantil fe religiosa. Un Padrenuestro, un Ave María y un Gloria para ser otra vez la mujer firme y decidida, seductora y con estilo, que tiene al mundo que la empresa le pide, en sus manos.
Ni bien pone un pie en tierra llama a su madre. Desde el aeropuerto hasta el hotel donde residirá en Quito tiene casi una hora de viaje, que aprovecha para ponerse al día con todos los avatares domésticos de su antiguo hogar, en la Buenos Aires impaciente, de esa Argentina inexplicable. Casi al final de la conversación, después de contarle a su hija sobre un tal ex presidente con mal de amnesia en primera persona y un profundo alzhéimer, que quería volver a ser presidente, se queda callada como si necesitara aire para decir algo que no es fácil largar de una sola bocanada. “¿Mamá, estás ahí?” pregunta su hija, “ya tengo que cortar, estoy llegando al hotel”, “sí, aquí estoy querida, ¿cuándo vas a venir?”, “¿pasa algo mamá, estás bien?”, “sí, querida, no te preocupes, sólo que te extraño, a veces no me basta con hablar por teléfono”, “a mí tampoco, mamá, yo te aviso cuando pueda, ya sabés, te quiero mucho, mamá”, “yo también, querida, yo también te quiero mucho”. Después se quedan con un dejo de nostalgia que en su madre crece hasta invadir toda la casa, por todos los días. En cambio a ella se le va tan pronto como le abren la puerta del auto y baja, para ir directo a la habitación del hotel, a prepararse para asistir a su primera reunión con los gerentes de la empresa en Ecuador.
La habitación tiene vista a los cerros que hacia el oriente enmarcan la ciudad. Abre su valija y acomoda la ropa en el placard, prepara el baño y se desviste. Mira su cuerpo en el espejo del gran dormitorio. La cama es grande y está prolijamente arreglada con una manta, de maravillosa trama y colores fulgurantes, hecha al telar. Se ve hermosa e intensa. Mirándose descubre, lateralmente, como una inconsciencia tímida, en el fondo de la escena, reflejado, un cuadro colgado en la pared que está a sus espaldas. Las pinceladas recitan entre pálidos espectros, una cantinela de ciudad portuaria, donde se insinúa la proa de un barco que se intuye grande y oxidado si continuara la escena. Los estibadores están doblados, como en su viejo Quinquela de la ex oficina en Buenos Aires, entre sombras, con humos sin aliento petrificando penas. Ahora recuerda demasiado. Quiere controlar sus pensamientos pero su memoria, que es tan vieja como ella, y sabe más que ella, sale a su encuentro con un sorprendente hallazgo: le muestra el lugar donde estaba cuando soñó en el avión. La memoria convoca a su intuición y ella lanza palabrotas al aire. Quiere olvidar, tal como aquella vez en Buenos Aires. Es tan inteligente que no puede engañarse, sabe que de una vez por todas tiene que empezar a atar cabos sueltos. Se acuesta. Sus senos aún consistentes y perfectamente dóciles se vuelcan levemente cada uno hacia su costado, ella no se percata, está absorta entre sus sueños.
Piensa primero en su adopción y en por qué sus padres, que tanto la querían, se lo han ocultado hasta ser tan grande. Su fisonomía le hizo percibir, desde pequeña, que algo distinto había. Ya adolescente, sus rasgos se fueron acentuando y las diferencias fueron cada vez más notables, incluso a nivel del carácter. Su madre se lo contó recién cuando ella le insistió tanto que no quedó más remedio que decírselo llorando. Fue una crisis como de una patria, tenía dieciséis años y estaba en medio de un temporal que jamás había imaginado. Ella lo intuía y prefiguraba en las muchas veces que su madre le había hablado en tono confidente y después de algún silencio, cuando parecía tener algo que confesar se llenaba de olvido y terminaba la conversación. Otra vez volvió a suceder cuando habló por teléfono. “¿Qué relación hay”, se pregunta la joven mujer de pechos desnudos, “entre aquellos silencios de mi madre y estos silencios de ahora? ¿Qué me está escondiendo? ¿Qué es lo que no puede nombrar?”. Después se concentra en la camilla y su gran pasión, la medicina, y recuerda sus juegos de niña cuando era la doctora, y curaba muñecas y amigas. Se consuela diciendo que no es ese su sueño, “todos los chicos juegan o desean ser doctores alguna vez”. A su padre nunca le gustó que ella jugara con vendas y tijeras, y nunca le regalaron el equipo de doctora que año a año veía en las vidrieras de las jugueterías. “¡No me gusta este juego, Clara María,” había escuchado sin opción a la protesta, “te callás y te acostás a dormir!” le había dicho, gritando, su padre, una tarde y otras noches cuando ella los sacó de la calma porque hacía con su boca un ruido fuerte de sirena. Ahora se da cuenta. Nunca más desde entonces había vuelto a recordar el día cuando su padre entró al cuarto y la encontró sentada en la punta de su cama, haciendo con un almohadón redondo de volante, como si estuviera manejando una ambulancia. A partir de ahí, nunca más jugó con eso.
Suena el teléfono y se sobresalta. Sabe que la llaman de la empresa para saber cómo ha llegado. En una hora más tendrá que estar lista para la reunión. No atiende. El teléfono deja de sonar. Intenta concentrarse nuevamente en sus conjeturas, pero la vuelven a llamar. Esta vez atiende disimulando su voz de mujer abatida. Dice un par de banalidades estereotipadas bien tolerables y cuelga. Sigue desnuda en medio del calor ecuatoriano sin atinar a poner el aire acondicionado. Se para lentamente y va hasta el cuadro, lo descuelga y lo pone sobre la cama. Se sienta a su lado y lo observa inmóvil por un rato. No descubre nada, tampoco intenta descubrir. A lo sumo prueba irse por los ojos en los barcos viejos y ruines casi naufragados en la tela. Después se pasea por la habitación como buscando una salida. No encuentra nada que la detenga salvo un sillón donde se recuesta como si estuviera posando. Sería un cuadro formidable, una Gioconda desnuda y desesperada, con casi treinta años de incógnita gravitando en sus poros. “¿Quién soy?” se pregunta repetidamente en cada rincón de su coraza. “¡¿Quién soy?!” grita sin temor ni remordimientos en medio de aquella habitación en Quito. “¡¿Y qué hago acá?!”.
Toma el teléfono y llama. Una ex compañera de la empresa en Buenos Aires puede ayudarla a empezar su búsqueda. Le pide que consiga unos números de teléfonos que a ella desde Ecuador se le hace difícil rastrear. Su amiga le pide explicaciones y una hora. Le dice que después, que ya habrá tiempo, que suponga. Se despide prometiendo que cuando reanuden el contacto en una hora le contará bien los detalles de esta urgencia. Corta la comunicación y lanza un suspiro más un “¡bien!” con bastante contundencia. Después, llama a su madre y casi sin saludarla le explica todo lo que le ha pasado, empezando por los sueños hasta encontrarse ahí, sola consigo misma. La madre llora y pregunta por qué. Cuando ella dice saber que tiene algo más para decirle y que espera que se lo diga, su madre cuelga abruptamente. El impacto de tal reacción la estremece tanto que la piel desnuda parece rodeada por un invierno incontenible. Se enfoca nuevamente en su recién estrenado objetivo. Espera la hora que su amiga le ha pedido mientras arregla una disculpa con la sede local de la empresa en Ecuador y reserva pasajes para Buenos Aires en el próximo vuelo. Llama a su jefe directo en España y le explica la verdad de su estado. El resultado es una licencia por tres días, luego verán cómo seguir. Le recomiendan tranquilidad. En la empresa suponen que es un típico estrés al que siempre controlan favorablemente con sus médicos y psicólogos especializados. Se prepara un vaso de jugo de naranja exprimida.
No quiere vestirse hasta no tener los números de teléfono que le ha prometido conseguir su amiga en Buenos Aires. Confía temerariamente en su intuición. Estar desnuda es casi una cábala, o aun más, un rito. Pasa el vaso de jugo frío por su vientre y le aparece una punta de deseo, que enseguida reprime.
Mientras espera los minutos que faltan para cumplirse la hora, metodismo que adquirió en la empresa, cuelga el cuadro en su lugar y lo aprecia con alegría. Está ansiosa por volver a Buenos Aires.
A la hora exacta llama. La amiga hace más de diez minutos que espera con los resultados en la mano. “Te paso los números”, dice. Ella, desnuda, con un lápiz en la mano derecha, los anota. Después, le cuenta. Está tranquila. Pregunta si puede ir a esperarla al aeropuerto, “no quiero llegar sola nunca más, estoy harta de llegar a lugares donde nadie me espera, salvo funcionarios que veo una o dos veces al año y de los cuales sólo conozco sus calvicies” expresa como si confesara un pequeño tormento a la hermana que nunca tuvo o conoció. También le pide alojarse en su casa.
Ha hablado a la empresa, tiene el pasaje reservado, una amiga que la espera, los números de teléfono, su desnudez, sólo falta el último paso para empezar su búsqueda.
Echa un suspiro y marca el primero de los números que le han conseguido. Tiemblan sus manos. Ni bien oye que del otro lado levantan el auricular, con una ansiosa cosquilla en su barbilla aguda, pregunta “¿hablo con las Abuelas de Plaza de Mayo?”. Conversa con alguien por diez minutos. Concreta una entrevista personal. Ríe y llora a la vez. Se pregunta por el nombre: “¿y si me habían puesto Gracia? Porque siempre me gustó Gracia”, dice y sonríe. Pero es metódica, sabe que no debe apurarse.
Se viste en el medio del mundo. La llama el sur.


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¿Es el inicio de una novela o un cuento?
vamos a ver que pasa con ellos...


En verdad esta es una idea que conversando de cosas muchas, se nos ocurrió con Laura, al contar ella la historia de una señora que trabajaba en muchas casas. Así comencé a pensar en escribir a partir de esa idea y ya se me fue armando en la cabeza una trama mucho más compleja que este inicio. Se los comparto y vamos viendo que sigue, si hay con qué seguir, o si hasta aquí llega. Un posible título, que raspa pero me parece desafiante sería: La sirvienta, palabra dura para quienes creemos que además de ciertas opresivas condiciones de trabajo, pagas, etc, las palabras también degradan. Escucho sugerencias para el título de ¿este que será un cuento o se metamorfoseará en novela? Abrazos....fer

Nunca dejaré de asombrarme. No he terminado de limpiar el piso y los niños ya corren con los pies sucios. No puedo gritarles, la señora me diré que busque otra casa. He trajinado tanto que ya no quiero más.

Ellos vigilan. Miran por la ventana. Sé lo que susurran sus labios, los leo a la distancia, aun antes de que digan algo. Ahí está la sirvienta, dicen. Saben que los veo. Esperan a que vaya a tirar el agua para meterse. Siempre encuentran un barro para ensuciar sus zapatillas. Sino hallan uno se mojan en la canilla del garaje y luego pisan tierra del jardín. La madre se hace la tonta. Diez segundos antes se retira para no ver. O bien disfruta del mal creyendo que así se fabrica el status o no puede poner límites a esas criaturas que han crecido mamando la mala leche del poder.

Cuando vuelvo a casa, el piso de ladrillos desnudos no puede recibirme ni siquiera con un brillo. No podrá nunca. Si apenas soporta, quebradizo y arrugado, mi figura cuando chorrea sus famélicas sombras. Este piso lo puso él. Yo le cebaba mates mientras la noche confundida lo miraba trabajar. Esa era nuestra cena.

Los dos llegábamos minutos después de las 8, en bicicleta. Por todo baño un fuentón. Me lavaba con rabia, como si el olor que traía del trabajo fuera un cáncer mordiéndome la carne. Te vas a hacer mal, me decía. Él, no se lavaba hasta después de terminar con la parte de ladrillos del piso de esa noche. No fueron muchas. La casa es chica. Pero como la luna se hacía más larga sin comida, había que entretenerse. Por eso hacíamos todo lento. Una semana nos entretuvo aquel piso. Lo mismo que le dedicamos al hijo.

Cuando Andrés estrenó su llanto en la casa yo le dije, mirá, este piso tiene tu misma edad.

Todo era por primera vez. Qué linda son las cosas nuevas. Pero todas juntas y cuando una no ha convertido nada en viejo, da miedo.

Andrés tomaba el pecho cada dos horas. Mate cocido toma, decía mi viejo que nos regalaba la yerba. Él y mi negro trabajan juntos. Ellos pusieron el piso que yo limpiaba. Cuando les conseguí el trabajo estaba feliz. Ahora odio pasar el trapo sobre las cerámicas blancas. Esos niños. A veces me asusto y empiezo a temblar. Entonces me aferro al palo de piso y sin levantar la cabeza lo vuelvo a pasar tras la pisada de ellos. Es que el deseo de matar a la señora es cada vez más fuerte. No sé si un día pueda. Te vas a mirar como en un espejo, mi amor, me dijo el negro cuando terminaron de poner la última cerámica. Maldito aquel día en que sonreí mirándome. Maldito el día que les conseguí la changa.

Andresito aprendió a caminar a los tropezones. Pobre hijo, gatear no pudo. Nuestra casita no tenía patio ni atrás ni adelante, menos a los costados. El negro se reía. Pa que aprenda a hacerse hombre. Si yo le decía algo me recordaba, culpa tuya, negrita, si apenas me dejabas poner dos ladrillos y después me atacabas, yo tenía que terminar la mezcla, te acordás, si me pongo duro, la mezcla también. Una noche pasó. Debe ser la de Andrés, porque salió medio cabeza dura el chango. El negro no había puesto ni medio ladrillo y yo ya estaba toqueteándolo. Ha, la juventud. Reventados y todo podíamos darnos el lujo de gastar la plata y el amor que no teníamos. Será por eso que Andresito es de dar hasta de donde no tiene. Una vez, cuando iba en quinto, a su maestra de matemática la tuvieron que operar de los riñones. Todos en la escuela y en el barrio decían que estaba grave, que había que rezar, porque era difícil que salga bien. Andrés preguntaba y siempre le decían lo mismo, hay que rezar. Incluso le dieron una oración escrita en el cuaderno, dedicada a San Pantaleón, le dijeron que ese ayudaba en la salud. Que recen con la familia. Como en casa no lo conocíamos no rezamos. Quién le pide cosas tan importantes a un desconocido. Después, dónde lo encuentro para devolverle el favor. Porque a mí que no me digan, pero todos te lo cobran. Está bien, todos es una palabra muy autoritaria, estará mejor si digo, la mayoría. Andresito le dijo a la directora que él no iba a rezar y le explicó. Pero que quería ayudar y le pidió la dirección o el hospital, que quería llevarle flores. Son para los muertos, le respondió la directora. Cuando fui a preguntarle por qué le había dicho semejante barbaridad a mi hijo me negó todo, incluso que Andresito había llorado frente a su respuesta. Si llegó con los ojos que parecía que se le había metido una jaboneta en cada uno. Mentirosa, le dije y me lo quiso echar. Me salvo una maestra que escuchaba de cerca y le hizo creer que yo estaba fuera de mí. Qué estoy bien centrada, le iba a gritar pero Andresito se abrazó a mi pollera para que me frene. Después, la misma que intercedió por Andrés nos dio la dirección. Lo llevé esa misma tarde sino mi niño nunca me lo perdonaría. Nos atendió un hombre, a juzgar por las apariencias, más joven que mi negro. La maestra no estaba. Ella está bien, preguntó Andrés. Sí, contestó el señor. Antes de que pudiera disculparme y dar por cumplido el deseo de mi hijo, volvió a preguntar, y sus riñones como están. El joven se echó a reír. No parecía triste y menos aquejado por algún problema familiar, quizá, especulé en ese momento, nos equivocamos de casa o ella se ha mudado. Yo no terminaba de especular cuando él dijo, ella ya está mejor, se ha curado completamente, la que no se ha curado es la directora y cierta gentuza de esa escuela. Andrés estaba tan contento con la primera parte de la explicación que no hoyó la segunda y creo, que el muchachón que debía ser el marido de la maestra no le hablaba a él en esa segunda parte, sino a mí. Qué quiere decir, si puedo saber, le pregunté mientras me mofaba conmigo misma por metida. La querían echar, le hacían la vida imposible y en eso que estaba renegando tuvo una infección en los riñones, nada grave, pero sacó licencia y luego decidimos que renunciara. Qué pena, dije por decir algo porque la verdad, no la conocí. Andrés que parecía haber quedado en la felicidad de las maestra curada, nos sorprendió mirándonos enojado mientras decía, y a nosotros que nos parta un rayo. Le explicamos como pudimos, entre los dos, volviendo a agrandar un poco lo de la enfermedad para que recupere el peso de la decisión, pero fue tarde, había entendido todo. Al día siguiente, con un par de excusas evité que vaya a la escuela para que olvide lo poco escuchado pero fue en vano. Esa misma tarde, en la canchita del barrio, le contó a cada uno de los amigos, a los de su grado, a los más chicos y especialmente a algunos más grandes, todo lo que sabía y agregó, como si percibiera más de lo que le fue mostrado, que a las otras dos maestras, esas que eran tan amigas de la de matemáticas, también las querían hacer enfermar para correrlas y que si no hacían algo se quedarían sin nadie que los quiera allí adentro. Tuvimos que ir las madres y los padres a pedir que vuelva la de matemáticas, que al fin y al cabo no sabíamos si eso era bueno o malo, para que nuestros niños dejen de hacer todo tipo de travesuras, las que cada vez tomaban un tinte más peligroso. La directora dijo que era ella o la maestra y todos le dijimos, la maestra. Resulto ser que la maestra, según recogimos de los chismes que salieron en ronda, se interesaba por los problemas de los niños, conversaba de eso con otras maestras y sin que nadie lo sepa ya habían ayudado a varios con útiles, un lugar en el que jóvenes voluntarios los ayudaban con las tareas y que además, en varias reuniones le había dicho a la directora que sus formas y exigencias eran las de un militar, no las de una educadora, que los militares adiestran como a perros y la escuela educa a personas.

A la directora la jubilaron unos años después y de la maestra no supimos nada más y Andresito y sus compañeros recuperaron su buena conducta. Aunque nadie olvidará el día, ese en que estalló todo, cuando los chiquillos enojados entraron por la tardecita, cuando ya nadie quedaba en la escuela, y escribieron con tizas de colores, Silvia te queremos, Silvia volvé, Silvia no está enferma, y defecaron en la puerta de la dirección. A juzgar por los tamaños y colores, fueron varios los esforzados en tal fechoría.

Ahí me di cuenta de que no soy de sobresaltarme pero si de acompañar y perseverar. Si bien no estuve a la cabeza de las protestas no falté a ni una cita, tampoco Andrés, cabeza dura y de andar solidarizándose con los perdedores.

Cuando vuelvo al piso de casa no hay forma de que no piense en mi niño. Cuando llego a la casa de suelo de nubes, ya no me puedo mirar en él, sólo veo el rostro de la señora manchándolo todo con su sangre inmunda hasta que aparecen sus hijos y vuelvo a mí. Ellos aun no son culpables, entonces la mujer desaparece. Que retire su cuerpo no hace la diferencia, porque parece estar siempre. A ver si hoy te esmerás un poco y dejás el piso como se debe, que este no es tu miserable rancho.

Saque a sus hijos entonces, quisiera decirle, pero me tiemblan las piernas. Veinte pesos, repito entre dientes, veinte pesos para que mastiquen algo nuestros dientes.

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Altamiro y la mala suerte


Mitad crónica mitad ficción... Altamiro es inventado pero existe bajo muchos y diferentes nombres...

Altamiro venía castigado desde chiquito. 48 años de carnet y 65 a la vista, por dentro, según los datos que consignan varios análisis médicos, podrían ser, con un dejo de piedad, 75. Algo doblado, pelos caídos desde el centro de la cabeza hacia los costados como chorros de barro. El rojo de sus órbitas oculares aprieta la oscuridad de sus pupilas. De nadie en especial, todos los días desde nacido, recibe su porción de desdicha sin falta ni previo aviso. Ayer volvió del campo como todas las tardes, cansado y confundido. Esta vez su abatimiento no fue por el exceso de trabajo o por haber tocado sin guantes maquinaria con pesticidas. Le dolía la cabeza y el patrón le dijo, seguro de que sería por la borrachera de la noche anterior y que el empecinado negro negaba: aflojale al tinto que te va a matar. Si fuera eso patrón, contestó para nadie el peón, con palabras tan débiles que apenas pudieron llegar al viento norte y caliente de esa pampa seca. Palabras amarillas entre pastos amarillos, nadie las vio.

Hace veinte días que el hospital de Hersilia comenzó a atender los primeros casos de Dengue, sin sospechar qué era. Dicen que adentro, en algún escalón de la burocrática salud, alguien alertó. Pero qué va a ser, le dijeron coros de gordapolvos blancos y celestes, según el rango.

¿Cómo podría pasarnos a nosotros, que somos tan buenos y estamos tan lejos del norte pobre?

Cuando empezaron a llegar en masa al hospital, los repetitivos sintomatizadores de la enfermedad, fue la primera alerta. Se llamó a la provincia y días después los expertos en salud llegaron.

Para esos días, el negro Altamiro ya no era dueño de sus huesos. Ni cuando cambiaron, con la cuadrilla, dos mil metros de postes en un día estuvo tan dolorido. Él, que no sabía de anatomía, estaba aprendiendo a identificar su esqueleto. El dolor enseña, diría algún cura, pero Altamiro había perdido la religión cuando le negaron la comunión por no ir a todas las catequesis. Es que el negrito tiene que ayudar a su padre, le dijo su madre a la secretaria que sin saber lo excomulgaba, por pobre, por negrito y sospechoso de usar esa característica peculiar de la piel para hacerle creer que trabajaba, justo a ella, que por algo está de secretaria de Dios, convirtiéndolo así, desde pibe, en un holgazán como a todos esos chicos sin educación.

Mientras tanto, el partido gobernante a nivel local iba a la radio, atendía menudencias y hacía anuncios de prevención pero en concreto, nada. Los mosquitos alzaban vuelo en un aire sin radares ni captores. La sangre llamaba y ellas, las aedes chupadoras, estaban de fiesta.

La oposición política, portadora de una desidia de igual calibre pero más refinada cultura, sólo atinó a hacer un comunicado levantando sospechas contra la comuna, por contaminación con un virus (rumor que ellos mismos instalaron) supuestamente, al regar las calles de tierra con agua de las cloacas (cosa increíble aunque posible, pero totalmente descartable como provocadora de la epidemia, en este caso)

Los parientes y amigos se reservaron el derecho de admitirse en la casa del negro y no aparecieron a visitarlo. Saber, sabían. Pero a qué ir si el bicho no tiene nombre. A ver si es una mutación venida de las cloacas o una especie de prueba de laboratorio para usarnos en la iniciación de un nuevo virus.

Desde los escuálidos laboratorios de la ciencia argentina llegaron negativas. No podemos decir que es Dengue, comunicaron, pero hagan todo como si lo fuera. Pues las pruebas de la ciencia bioquímica dice no, pero la socio visual dice sí. Estamos hasta las manos. La confianza recayó en el ojo de los laboratoristas y no de los médicos, por eso aconsejaron proceder con calma.

Hay muchas sospechas y comentarios poblando las esquinas más concurridas del pueblo, pues entre el laboratorio y el Hospital local está el gobierno local, el provincial y el nacional, y el entremés que allí se ha dado nadie lo conoce, lo que valida las tantas y variadas hipótesis, todas con el mismo rango de veracidad. Por la mañana era dengue tipo 1, por la tarde un retro virus, por la noche era un invento macabro de algún poder oculto o al menos, de uno que la gente no quiere ver aunque haga propaganda todos los días. Al fin, no era nada. Seguimos investigando, dijeron por la radio F.M. local, que a esa hora de la tranquila urbanidad sólo emite música.

Altamiro, estaba cada vez más confundido. En su casa, por las dudas, tiraron todo lo que contenga agua y pueda ser refugio para mosquitos. No faltó quien le diga que estaban locos, que no era, que qué van a hacer con semejante sequía y sin agua potable en el pueblo. El negro ardía de picazón y eso, que dicen que a los negros casi no les agarra y si les da, no les pica tanto. Imaginaba que las paredes eran un rallador gigante donde él se frotaba cadenciosamente mientras sonreía.

Los médicos y enfermeros de planta hospitalaria atendieron, antes de que una voz oficial diga dengue, a más de 350 personas afectadas y a último momento, enviaron desde la capital, refuerzos de enfermeras.

Mire, Altamiro, lo que usted tuvo es dengue, seguro, pero aun no le podemos hacer su análisis, ya lo llamaremos. Cuide al resto de familia, alerte a sus vecinos, dígales que ni bien les duela la cabeza o tengan fiebre vengan al Hospital.

Yo llevo 10 días, por lo menos, doctora, sin trabajar y estoy en negro. Mi patrón me paga por día pero me contrata casi todo el mes, cómo hago con lo que no pude trabajar ¿Ud. me hace un certificado? El Señor también tuvo dengue, así que no creo que le reconozca los días. Vaya a la secretaría de trabajo. Pero si voy ahí se van a enterar que hace cinco años que yo trabajo así. La verdad que no sé qué decirle, mire que su patrón es un hombre bueno.
Los partidos políticos, nada. Ni campaña casa por casa o la famosa descharratización, la más efectiva acción de prevención, no se hizo.

Luego llegaron con el humo. Tampoco alertaron sobre que se trata de veneno, así que los chicos con sus bicicletas, navegando en una nube tóxica, jugaban a estar en el cielo.

¿Qué te pasa Altamiro? Nada, vieja, la comida me cae mal, tengo ganas de devolver. Mejor no como nada. Pero tenés que recuperarte para ir a trabajar. Voy igual, así me distraigo un poco.

En varios medios provinciales fuimos noticia de tapa. Pero no se decía allí que no tenemos agua potable y las cloacas no son para todos. Que traen agua desde la provincia desde hace unos meses en camiones nuevos, esos de tanques metálicos brillosos, que parecen siempre limpios, incorruptibles. Ni dicen que nos dijeron, ahora, ayer nomás, que traerán agua segura. Al no poner eso los periodistas no pudieron preguntar si esa que traían antes ¿no era segura?

En el pueblo hay una junta de seguridad, por los robos, como el que sufrió, a punta de revólver, un comerciante al que le entraron de noche, a sabiendas de que se había llevado una buena suma de dinero a la casa. El matrimonio ya estaba en la cama cuando vieron aparecer dos hombres armados. Un grito, un golpe, dejarse atar. Ahí está el dinero, es todo lo que tenemos, llévenselo. Otro golpe, vendas en los ojos para los dos. Amenazas, algo del tipo, si intentan dar aviso volveremos y los reventaremos o te secuestramos y te torturamos, pelotudo. El terror en los pliegos de los rostros, entre las muelas apretadas, como una bola de grasa indigerible. Todo es lento en una secuencia que luego, contada por los vecinos, parecerá cosa de nada. La inseguridad es la palabra más pronunciada. Ahora estamos a tono con la televisión. ¿Qué es la seguridad? ¿Alguien le preguntó a Altamiro si se sentía seguro?

Altamiro no volvió. Lo encontraron en medio del campo acicalado por los perros. Eran las tierras del patrón, pero el Señor dice que no estaba trabajando, que había ido a largar los perros, a correr liebres. Raro, los cuscos que lo olían no se corrían ni solos.

Fue el chagas doña, el corazón de Altamiro no daba para más y la mala vida, la bebida vio. La comuna le ayuda con el cajón pero tendrá que ir a la tierra. Si él fue a trabajar. Ellos, a la caza de liebres, la llaman trabajar, explicó varias veces el señor a otros señores que aprendían.

¡Qué raro estas cosas! La mala suerte, tiene que ser la mala suerte, porque hace diez años que mi Altamiro ya no tomaba y el corazón le saltaba de alegría con los nietos que tenía.

Según lo que pasa en el pueblo se redibuja el sentido de alguna vieja palabra. La fiebre traída por los mosquitos ayudó a colorear la prevención. Todo, ahora, mañana, después de que la infección nos ha esquilmado, es prevención y la paradoja: una escuela estatal en este pueblo de Latinoamérica, tuvo que salir a vender huevos de pascua para ver si pueden arreglar los baños, allí donde los nietos de Altamiro sobreviven al conocimiento para poder ser mañana…un buen peón…si hiciera falta.

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Una ventana al sol

Ella está allí por antojo de mis ganancias. No era posible, con el dinero que tenía disponible al momento de comprarla y el deseo que como una abertura al sol habitaba mis intenciones, comprar otra que no sea esta. De madera blanca, frágil, mal ensamblada y algo torcida pero grande, bien grande.

Ahora la luz, que es de sus huecos, pone en el olvido su estructura.

Tiene que ser amplia porque es para la pared que da al naciente, dije.

La computadora donde escribo y guardo noticias de esas que parecen de cualquier tiempo, está junto a ella, contra la pared perpendicular a la que la sostiene.

El limonero de cuatro estaciones, en el patio, me muestra siempre el mismo paisaje. Cargado de limones finge la alegría de parecer portador de pequeños soles. Un naranjo, más atrás y a un costado una planta de pomelo. Alguien pensaría que aquí el invierno es letal o que los que habitamos la casa de esta ventana sufrimos de una rara obsesión por la vitamina c. Ni una ni la otra y creo en realidad que tampoco a nadie se le ocurriría hacer alguna hipótesis sobre tales plantaciones. Pero que la tienen la tienen, aunque no es este el momento en que me parece oportuno rebelarla. Acaso pierda la ventana y el sol que tanto hace a la ventana ser lo que es, su lugar protagónico en este relato. Ni modo. Su lugar, intuyo, es la oquedad que lleva la mirada, que desvanece el pensamiento en las afueras del encierro, de los que pudimos construir sólo una habitación de dieciséis metros cuadrados. Sin exagerar, hasta podría decir que un poco más y esta pieza cabe en la ventana. Si cabe el sol.

Los cítricos no están solos, delante de ellos, a dos metros casi reglamentarios de cada uno, está, vigoroso y agresivo, un aromito. Cuando florece su amarillo concentrado agrega luminosidad a la cerrazón del patio. Después de los tres frutales, a metro y medio nada más, un tapial andrajoso nos separa de un vecino que nos ha construido para mejor paisaje un monumental galpón tinglado. Gracias al gallinero, en el que vierto las sobras de algún almuerzo mal calculado, que existe entre el galpón y el tapial, se aprovecha un poco más la luz, sino imagino, pasaríamos en pleno pueblito de una sombra mañanera a otra atardecida y eso, me pondría muy mal, quizá, violento. No sería ella una fuerza solitaria, seguro se encontraría con la que genera la impotencia de ver como las mujeres, en el barrio más pobre de nuestro pueblo, se juntan y rejuntan para ver como hacen para tener pan entre los dientes o aquella que se filtra de tanto ver que casi todo está por hacerse, mucho hay prometido y casi nada es lo logrado, amén de los gastos suntuosos que algunos se siguen dando con lo que alcanzaría para que varias familias sin techo tuvieran su linda casita.

Una vez me pregunté de qué árbol vendría, ella que ahora es tan ventana. No la raza, sino su identidad. Me lo antojé alto y flaco acostumbrado al agua buena y la tierra colorada. Conversador de tucanes. Hojas en su cima, acostumbradas a mirar el horizonte. Creí ver al hombre sucio de trabajo con una motosierra repitiendo el ruido que adormeció su naturaleza. Creí verlo pero no duró el vínculo, algo hizo que salga de la madera y me quede en el barniz oscuro con el que le di algo de elegancia o disimulo. Después miré los vidrios. Están manchados. Nadie los limpió. Todos en esta casa, como yo, nos hemos olvidado que han pasado veneno por todos los rincones y paredes. El dengue. Más de 600 enfermos en un mes en un pueblucho de 3000 habitantes. El mensaje del gobierno en mi ventana, que es para el sol. Ahora le pondré un mosquitero y la luz entrará cuadriculada.

De noche ella es toda ella. La oscuridad realza su marco y allí descubro su hueso vegetal, sus nudos, sus rayas, sus rajaduras. Ahora es cualquier ventana. Me quedo adentro.

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En busca de caballos para Sandino


Entretener a Sandino de dos a tres de la tarde, mientras Eda duerme y yo espero para sentarme a escribir es apenas un asomo de rutina. Cuando uno cree que así será todos los días, Sandino cambia de ritmo y desbarajusta todo. Está bueno eso.

Las opciones de la siesta son: ir al parquecito de la esquina de la escuela, jugar a la pelota, ir a trepar el tapial para ver las gallinas del vecino, salir a pasear. Esta última fue la opción elegida, en especial, ir a buscar caballos y vacas, por quienes se desvive este niño alimentado a cuentos y rodeado de palabreríos. Campo, vaca, caballo son quizá, junto a amarillo, yogur, mama, abuela, cuento, tía Ro, las palabras más pronunciadas.

Salimos. Enseguida buscamos hacia el oeste. Si bien Hersilia es un pueblo de no más de 1 km de diámetro y está rodeada de campo, es en la zona llamada ‘el otro lado’, dentro del mismo égido urbano, donde hay muchos potreros, pocas viviendas y niños de todas las edades.

A no mucho de andar encontramos dos tubianos, flacos, cabeza chica, al parecer todavía nuevitos. El campito por donde caminaban era pura tierra arada. Esta imagen se repetiría a cada metro recorrido. Hace más de un año que no hay una buena lluvia. El cambio climático dicen. Ante cada problema que ha surgido o viene de arrastre, en el pueblo (falta de trabajo, dengue, gripe A, malos gobiernos, corrupción institucional, pobreza) la gente dice ‘si lloviera’.

Sandino va casi colgando de la ventanilla del auto semi abierta. Mira y dice caballo caballo caballo, vamo papá, vamo caballo. Yo le explico que no. No se puede porque es del hombre que vive en esa casa y le señalo. El mira y quizá qué entienda. Los alambrados ya han nacido en sus ojos, para qué explicarlos. Mejor le muestro otras cosas, pienso. Pasamos frente a la casa de los chicos Leiva. Cinco hermanos, tres discapacitados. Su padre murió hace un mes. El corazón, dice este nuevo certificado de defunción, como la mayoría. La verdad es que sufría de chagas, desempleo, nostalgias del campo que era su trabajo, diabetes, hipertensión, inflación y el mismo plan de siempre y dengue. Lástima, era un buen ejemplo para probar la resistencia popular a los diferenciados y múltiples balazos del capitalismo. No alcanzó a probar la porcina, si pasaba el mosquito y la del chancho las esperanzas se ponían lindas. Lo mató el alcohol, dijo uno en el velorio mientras sus niños se retorcían de dolor. Ahora la casa está tranquila. Nada se mueve. Debe ser el calor. Ni los perros andan.

Siguiendo, vemos unas ovejas, negras, sucias, muertas de calor en este invierno que ahora tiene ases de cualquier temperatura entre sus giros estacionales. Paramos. Sandino mira con emoción. Les grita mientras golpea el vidrio. Vamo, papá. Unos chiquillos más llenos de tierra que las ovejas salen corriendo y las espantan hacia un matorral de chircas. Constato que lo único verde son los chañares. ¿Qué tendrán que son capaces de sobrevivir a las sequías? Ya harán las sojas transgénicas con cruza de chañar, especulo. So-ñar, se me ocurre que la llamarían y me asusto. Sandino me rescata con un pipi, pipi, pipi emanado con esa tonalidad de frescura de niño, ante una decena de gallinas desplumadas que andan a la caza de cualquier cosa. Deben poner huevos marrones, digo en voz alta pero Sandino está en la suya.

Hacemos un rodeo del lado oeste por la última calle de tierra de la zona. Desembocamos a una de las diagonales, la que sale hacia el sur. Hersilia es cuadrado cruzado por cuatro diagonales que parten de las plazas, cada una de ellas a un costado del ferrocarril, separadas por este y sus militares eucaliptus. División por dos: pavimento vs tierra, instituciones vs pueblo, chalet vs ranchos, comercios vs despensitas, motos vs caballos, caniches vs perros. Obvio que esta repartición no es ni precisa, ni tajante, tampoco perfecta, tanto como si lo es causal, pero es una idea que aclara el panorama. Desde el Google se ve bien. Las diagonales forman una cruz. El pueblo está marcado, podría decirse.

Retomamos por la diagonal hacia adentro. Casas con sus frentes llenos de leña. ¿De qué monte habrán sacado? Porque con la lechería que necesita campos sin sombras para que sus vacas coman todo el tiempo y los arrendamientos para cosecha, no ha quedado nada. La venta estará floja estos días que arrecia el calor. Mala pata la de estos pobres.

Sandino sigue buscando caballos. Algunos se ven a los lejos y el los descubre. También a los perros y las gallinas. Cuando cruzamos las vías del ferrocarril me explica. A tren, a para ya, a paya fete. Cuando pasa el tren azul le digo, es el de la minera, lleva piedras envenenadas y valiosas, deja agua contaminada y desolación. Confío en que todo aquello que decimos, vemos, olemos, sentimos y no está bajo el faro de nuestra conciencia es el mejor sostén para nuestros desafíos, yo lo alimento aunque parezca al pedo.

Llegamos a casa y corre hasta la hamaca. Es temerario. Va de un lado hacia el otro sin prejuicios. Se ha caído varias veces, pero registra más las emociones que los golpes.

La casa de los Gamarra estaba igual que siempre, pienso de pronto y se me aparece la imagen. Todos los gobiernos les prometieron que les harían una piecita. Sandino se balancea y mueve la silla sobre la que se mese como si fuera un caballo, para él, reflexiono, no ha terminado el paseo, creo que para mí tampoco.


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Relato Breve. Del libro: Aterrizar para volar.

Aprender
Don Emilio tiene 82 años, vive en Panambí, provincia de Misiones, en un ranchito de madera sola, como él, solo. Sus hijos están en otras sierras a unos 8 km. de allí y lo visitan de vez en cuando.

Eran las 6 de la tarde cuando llegamos a su casa. Ni rastros de sus pisadas suaves y lentas había. Lo buscamos un buen rato con fuertes gritos ya que su sordera era como la de los árboles.

José, que venía conmigo, lo encontró saliendo de un potrero. Parece que estaba soltando los bueyes.

Él, solito nomás, cuidaba los animales, rajaba la tierra a fuerza de pecho con el arado de mancera. Sembraba el maíz, la mandioca, el poroto. También, alguito de tabaco rústico, el llamado misionero, para la fumada ritual del cigarro en chala, en las horas descansadas. Esperaba las noches con un mate amigo, casi de su edad y un fuego nuevo hecho de vieja selva.

Con José y don Emilio adelante, entramos a un galponcito de madera agrietada y vieja, donde nos esperaba un tizón apenas humeante que resucitaría en fuego para calentar la antigua pava negra de hollines eternos. Mientras don Emilio preparaba el mate con destreza ancestral, nos fuimos metiendo entre el humo y las miradas, como en un cueva ritual nacedora de tiempos.

Listo el mate, lo pasamos de mano en mano mientras las historias de don Emilio brotaban de su boca como suave brisa.

Le pregunté cómo había sido su mujer y, con ella dibujada en sus ojos como un destello tibio de luz, me dijo que había sido muy linda, para él, “porque cada uno tiene sus gustos”, y nos explicó.

Mientras hablaba, don Emilio nos enseñaba en cada palabra una curva del camino y del tiempo, una nueva picada abierta a machete en el monte y la memoria, un desafío al coraje que le fue creciendo con cada miedo. Don Emilio cebaba el mate, dibujaba la vida con las palabras en el humo y se reía como si la muerte fuera alguien a quien el pudo esconder en los laberintos del olvido.

En mi interior me preguntaba si le quedaría algún espacio en su memoria para más saberes, y le lancé el pequeño gran interrogante: - Don Emilio, ¿que le queda por aprender?; a lo que me respondió rápido y con una sonrisa picaresca: - Mucho me queda por aprender, hijo. Ahorita nomás, estoy aprendiendo a mentir.

1 comentario:

  1. Hola chic@s!!! que hermosa idea lo de los programas de radio!! Que bueno es que tengan ese espacio para comunicar de verdad. Es muy lindo escucharlos, es como estar compartiendo esa mesa con ustedes.
    Les mando un gran abrazo!!! Los quiero con todo mi corazón! vale.

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Criticidad, honestidad intelectual y de todas las especies, creatividad, denuncia y anuncio...

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