Aprender
Don Emilio tiene 82 años, vive en Panambí, provincia de Misiones, en un ranchito de madera sola, como él, solo. Sus hijos están en otras sierras a unos 8 km. de allí y lo visitan de vez en cuando.
Eran las 6 de la tarde cuando llegamos a su casa. Ni rastros de sus pisadas suaves y lentas había. Lo buscamos un buen rato con fuertes gritos ya que su sordera era como la de los árboles.
José, que venía conmigo, lo encontró saliendo de un potrero. Parece que estaba soltando los bueyes.
Él, solito nomás, cuidaba los animales, rajaba la tierra a fuerza de pecho con el arado de mancera. Sembraba el maíz, la mandioca, el poroto. También, alguito de tabaco rústico, el llamado misionero, para la fumada ritual del cigarro en chala, en las horas descansadas. Esperaba las noches con un mate amigo, casi de su edad y un fuego nuevo hecho de vieja selva.
Con José y don Emilio adelante, entramos a un galponcito de madera agrietada y vieja, donde nos esperaba un tizón apenas humeante que resucitaría en fuego para calentar la antigua pava negra de hollines eternos. Mientras don Emilio preparaba el mate con destreza ancestral, nos fuimos metiendo entre el humo y las miradas, como en un cueva ritual nacedora de tiempos.
Listo el mate, lo pasamos de mano en mano mientras las historias de don Emilio brotaban de su boca como suave brisa.
Le pregunté cómo había sido su mujer y, con ella dibujada en sus ojos como un destello tibio de luz, me dijo que había sido muy linda, para él, “porque cada uno tiene sus gustos”, y nos explicó.
Mientras hablaba, don Emilio nos enseñaba en cada palabra una curva del camino y del tiempo, una nueva picada abierta a machete en el monte y la memoria, un desafío al coraje que le fue creciendo con cada miedo. Don Emilio cebaba el mate, dibujaba la vida con las palabras en el humo y se reía como si la muerte fuera alguien a quien el pudo esconder en los laberintos del olvido.
En mi interior me preguntaba si le quedaría algún espacio en su memoria para más saberes, y le lancé el pequeño gran interrogante: - Don Emilio, ¿que le queda por aprender?; a lo que me respondió rápido y con una sonrisa picaresca: - Mucho me queda por aprender, hijo. Ahorita nomás, estoy aprendiendo a mentir.
Don Emilio tiene 82 años, vive en Panambí, provincia de Misiones, en un ranchito de madera sola, como él, solo. Sus hijos están en otras sierras a unos 8 km. de allí y lo visitan de vez en cuando.
Eran las 6 de la tarde cuando llegamos a su casa. Ni rastros de sus pisadas suaves y lentas había. Lo buscamos un buen rato con fuertes gritos ya que su sordera era como la de los árboles.
José, que venía conmigo, lo encontró saliendo de un potrero. Parece que estaba soltando los bueyes.
Él, solito nomás, cuidaba los animales, rajaba la tierra a fuerza de pecho con el arado de mancera. Sembraba el maíz, la mandioca, el poroto. También, alguito de tabaco rústico, el llamado misionero, para la fumada ritual del cigarro en chala, en las horas descansadas. Esperaba las noches con un mate amigo, casi de su edad y un fuego nuevo hecho de vieja selva.
Con José y don Emilio adelante, entramos a un galponcito de madera agrietada y vieja, donde nos esperaba un tizón apenas humeante que resucitaría en fuego para calentar la antigua pava negra de hollines eternos. Mientras don Emilio preparaba el mate con destreza ancestral, nos fuimos metiendo entre el humo y las miradas, como en un cueva ritual nacedora de tiempos.
Listo el mate, lo pasamos de mano en mano mientras las historias de don Emilio brotaban de su boca como suave brisa.
Le pregunté cómo había sido su mujer y, con ella dibujada en sus ojos como un destello tibio de luz, me dijo que había sido muy linda, para él, “porque cada uno tiene sus gustos”, y nos explicó.
Mientras hablaba, don Emilio nos enseñaba en cada palabra una curva del camino y del tiempo, una nueva picada abierta a machete en el monte y la memoria, un desafío al coraje que le fue creciendo con cada miedo. Don Emilio cebaba el mate, dibujaba la vida con las palabras en el humo y se reía como si la muerte fuera alguien a quien el pudo esconder en los laberintos del olvido.
En mi interior me preguntaba si le quedaría algún espacio en su memoria para más saberes, y le lancé el pequeño gran interrogante: - Don Emilio, ¿que le queda por aprender?; a lo que me respondió rápido y con una sonrisa picaresca: - Mucho me queda por aprender, hijo. Ahorita nomás, estoy aprendiendo a mentir.
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