jueves, 13 de agosto de 2009

Santa Fe, al norte, calles de ceniza


La calle es de ceniza. Quemada por el sol del verano su lomo brilla en la lejanía como si fuera el fin del camino al mundo. Este es un pedazo del infierno. El calor del norte santafesino se recuesta agonizante sobre la siesta. Los perros hicieron huecos a la sombra de algún muro, los ladrillos guardan más frescura que el polvo reseco de la tierra. Todo tiene el mismo color. Como si una lente universal se posara en todos los ojos que aquí habitan. Un anteojo con cataratas, símil neblina, efecto cansancio. El barrio está inmóvil. Apenas respiran las mujeres que viven más de respirar que de comer. Un ruido de chiquillos rompe de cuando en cuando la quietud. Por los gritos, parece que es con agua fresca, con lo que se están pegando ahora. Nadie los reta. Al menos no se oyen rugidos mayores. Al medio día sí, y antes de ir a la escuela también. “Apurate, lavate, peinate, dejá de pegarle a tu hermanito, llevalo, sentate, cuidado, no seas estúpido, anda buscar hielo te dije”
En la casa grande la frescura también es un recuerdo pero el calor no es tan valiente como entre los techos de chapa y la tierra yerma. Aquí hay árboles que las monjas plantaron cuando pensaban que el lugar sería eterno. Nogales y paltas altas, frutales frondosos, moras, palmeras, ceibos, álamos. Eso muestra claramente que ellas vinieron de afuera. Después aprendieron, pero lo plantado ya había crecido. Por estas foráneas creaturas silvestres se distingue la quinta, aunque ellas ya no están.
No muy lejos hay más árboles que también esgrimen diferencias. Una montaña de al menos diez metros de altura por cincuenta metros de largo y ancho. Todo un bosque medido por las moto sierras. Cuando están todos, es imponente la imagen, ocho camiones scania, cargados hasta el máximo, listos a partir. El monte un gallinero, el leñador dueño de los camiones como un lobo hambriento. La ley dice que hay que para el desmonte pero las montañas de algarrobo, como trozos de chocolate Bariloche en cantidades inimaginables, da cuenta de que no es así.
María lava ropa todos los días. A mano y con agua que traen sus hijos de la canilla barrial. Su marido llega con el carro levantando ceniza de la calle ardida. El caballo está mojado de pies a cabeza. Es lo más barato que tenemos para trabajar, dice el carrero. Lo suelta y el animal se va a unos pastos pobres, marrones, que se salvan al reparo de una línea de eucaliptus. El hombre transpira como el caballo y también comerá en la sombra. El caballo disputa lo que queda con otros famélicos cuadrúpedos. Todos tienen el dolor del carro marcado en la espalda. El carrero tiene ese mismo dolor, pero en las manos. La gente ahora compra poca leña, solo para asar, pero pagan poco. La mirada de María permanece acurrucada en el fondo de sus ojos. Los niños saltan sobre el padre que se los saca de encima como si fuera un potro salvaje. Hace calor, chango, grita. Trae agua, sigue en el mismo tono. Se lava las manos y la cara. Resopla cuando se pasa las manos ásperas por la boca. Se moja los pelos. La tierra endurece todos los cabellos. Arruina la ropa, dice María.
La casa es un hueco entre el barro y pedazos de lona de silos. Cañas amarrillas entretejen un enrejado que sostiene el techo. Cuelgan de él medallas de santos, un banderín del club huracán, un farol a kerosene, un par de botines con las punteras agujereadas, una muñeca sin cabeza que parece atrapada en la trampa de una araña que podría aparecer en cualquier momento. Es un hueco sucio y oloroso. El humo es la fragancia más poderosa, detrás de ella se perciben emanaciones que vienen de una pila de trapos viejos y de la hoya de guisa que se endurece en un rincón, hasta la mitad de grasa.

Al lado está la hermana de María. Viven mejor, cuenta. Porque el marido consiguió un trabajo fijo, está de peón de albañil en Rosario y le manda plata. La casa es de material, de igual tamaño que la de María pero con puerta. La hizo él. Viene cada tres meses, por eso pueden.
Una camioneta pasa rapidísimo. La tierra caliente se levanta y avanza como una ola perpetua. Nadie se queja. Busca gente para el municipio.
Doscientos metros más al norte está el cementerio. Ahí viven mejor que nosotros, comenta el marido de María y se ríe. Sabe que dijo algo importante. Los ojos se le salen de la cara, es esa alegría pasajera. Es el vino. Toma un trago y luego convida. Ahora parece que vamos a conversar.



1 comentario:

  1. CUANTOS HERMOSOS RECUERDOS . Q BONITOS MOMENTOS .
    Q alegron saber de ustedes!!!
    ahora ya estamos mas cerca!! tienen mi mail!! espero q nos mantengamos al habla!
    envio mi abrazo mas calido para todos y espero ansiosa tener noticias prontito!!
    Nair

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