Esa primera noche de hospital no me dormí hasta muy tarde. Los dolores intermitentes ya no me acosaban, o acaso a esa altura de las quemaduras y los calmantes ya había acostumbrado la sensibilidad. Pero parecía tener clavada en la conciencia, una espina con las características de los anzuelos, aquella idea de la mala suerte, del maleficio irreversible, al que me resistía a darle cabida, a cederle un palmo de mis creencias. Aunque también es cierto, que mi existencia se debatía, a partir de este fracaso de muerte, entre la superstición de la magia eterna puesta en la pulsera como pasado, pacto y destino, y mi lúcida visión de un mundo absurdo en el cual sólo como estaba, todo sentido había sido transportado al otro lado de la vida, la muerte. Entre los estallidos que me herían como minas antipersonales explotando ante cada movimiento, puestas en una guerra que la cotidianeidad me había hecho olvidar, mis pensamientos se aferraban a la razón más impura, la que no cree en nada, ni siquiera en si misma, es decir, la más racional de las razones...
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