Cuando las asambleas socio-ambientales cuestionan la mega-minería metalífera y afirman:
“el agua vale más que el oro”, logran la adhesión de amplios sectores de la población, incluso de abrumadoras mayorías, en algunas regiones. El agua es tan necesaria para la vida como el aire que respiramos; la ecuación es sencilla: sin agua no hay vida. En cambio, podemos prescindir del oro. Pero si afirmamos:
“el agua vale más que los hidrocarburos”,
esa certeza entra en crisis, se establece una paridad entre ambos, aunque biológicamente podemos vivir sin consumir los derivados de los hidrocarburos. Es decir, lo que entra en juego no es la vida misma sino un modelo de vida:
la Era Petrolera, que comenzó hace poco más de 150 años, es un ínfimo fragmento de la historia de la Humanidad.
La respuesta más común a esa consigna es:
“vos usas tu auto y yo también”, cerrando el paso a pensar cualquier alternativa, trasladando todo el peso de la existencia de esta matriz energética al consumidor individual y no a decisiones políticas.
Aceptando, por ende, la creación de zonas de sacrificio como un hecho irreversible. (
Zonas de sacrificio que son territorios que albergan pueblos, culturas, ecosistemas: diferentes formas de vida.)
Se evita la reflexión sobre quiénes habitan esas zonas de sacrificio y qué derechos tienen; por acción u omisión se valida la existencia de ciudadanos de segunda.
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Refrescando la memoria del vertido
Por
Marc Gavaldà.- La corta memoria de los ya de por sí ocultados episodios catastróficos de la historia del petróleo boliviano, favorece la profundización de las letales consecuencias. La – de momento – tibia reacción del pueblo boliviano ante el Decreto 0676, aprobado por el gobierno de Evo Morales el 20 de octubre de 2010, que multiplica por dos las áreas petroleras del país, se emmarca en esta amnesia generalizada que olvida los tristes acontecimientos de la historia contemporánea para tropezar una y otra vez con las misma piedra.
Un decreto para la invasión
Bolivia, con más de un siglo de historia petrolera y siglos de condena por la política extractivista de sus recursos, renueva su apuesta entregando sus tierras más ricas y bien conservadas del país a las transnacionales petroleras. La nueva ofensiva negra, adornada con los más repetidos argumentos de progreso económico para el país, sirve en bandeja millones de hectáreas de áreas protegidas amazónicas y chaqueñas, así como los últimos territorios indígenas sin invadir para que las nuevas “socias”, – con capital y domicilios deslocalizados – machaquen el territorio en la actividad más nociva del planeta.
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