17/01/11
Por Silvana Melo
(APe).- Hasta la casa de Poço Fundo, donde Tom Jobin se encerraba para componer, se llevaron los deslaves. Cuando se despierta en sus iras espasmódicas, la naturaleza libre de frenos arrasa por el costado de lo vulnerable. No hay registro más crudo y preciso de los desamparos sociales históricos que un estallido de furia natural. Nadie pudo contar todavía los muertos en Haití cuando hace un año la tierra se tragó a un país con pies de cartón mojado y millones de habitantes de una negritud otrora libertaria, castigada con la hambruna eterna por su osadía.
Brasil es un ícono en el mundo. Se eleva en el pináculo de los más ricos. Y se hunde en el infierno de los más injustos. De la pobreza más pobre, de la marginalidad más al margen, de la muerte más violenta. La parafernalia carioca de carnaval y samba, de alegría desbordada en sudor y alcohol, de playa cosmopolita, rica y turista se incrusta brutalmente en las favelas alimentadas desde hace tres siglos por la esclavitud africana, sus hijos y sucesores, es decir, todos aquellos que no tuvieron lugar en el engranaje del capitalismo desaforado. Aquel al que Lula intentó maquillar de rostro humano aun sabiendo –porque lo sabe o lo supo- que el capitalismo es perverso en su médula. Y esa máscara no pasa los límites del sambódromo.
Los aluviones de barro y agua que se llevaron los pueblitos asentados en los morros no hicieron más que lo previsible. Cualquiera sabía que en esa zona la lluvia es airada y violenta y que a las casitas obreras las desarmaba apenas un suspiro del lobo feroz.
Seiscientos muertos que serán ochocientos o mil. Quién sabe. Llegará un momento, como en Haití, en que nadie más contará. O se detendrá el conteo por decreto como lo hizo el inefable Alan García en su propio terremoto de Pisco.
La perversidad del abandono sistémico pone en aprietos a la propia naturaleza y la convierte en cómplice de las políticas de extirpación de lo que fastidia. En una mecánica odontológica, los pobres se arrancan como las muelas que duelen. Si no lo hace la Unidad de Policía Pacificadora –triste paradoja si las hay: la policía carioca es la más homicida del mundo- o el ejército y los tanques de Luis Inacio Lula Da Silva en el Alemao, lo hacen los deslaves de enero. Los aluviones atroces que se adelantaron a las Aguas de Marzo a las que les cantó Jobim, escribiendo palabra y nota en la casita de Poço Fundo. Mientras llovía y llovía.
Teresópolis o Nueva Friburgo, ciudades dentro del estado de Río de Janeiro, florecieron en desarrollos industriales que generaron la migración interna de millones de pobres y desocupados. Se instalaron armando sus casitas en los morros, como pequeñas favelas alrededor de la abundancia. El intento de conciliación de las clases -te doy trabajo y te integro a cambio de que soportes que te explote- es la legitimación de la desigualdad y está marcado de sangre y muerte. Y la inundación aluvional lo desnudó con crudeza.
Con el ingrediente inevitable de la ausencia estatal, hombres y mujeres desfallecientes cargan alimentos y agua en sus espaldas para acercarlos a sus niños, miles de huérfanos lloran en los hospitales, centenares de ataúdes se abren a la espera de los privilegiados que tienen cuerpo presente, decenas de camiones frigoríficos se atestan de cadáveres y los desesperados entierran a sus muertos por terror a que sus padres y sus hijos vuelvan a la vida en pestes irrefrenables.
El propio nombre de Río de Janeiro nace como paradoja. André Gonçalves llegó a la bahía de Guanabara un 20 de enero de 1502, confundió las aguas saladas con dulces y llamó a la tierra puesta a sus pies Río de Enero. La mixtura entre la colonización portuguesa y el monumental tráfico de esclavos puso desde los orígenes las cosas en su lugar: la oligarquía de plantadores y comerciantes tomó las mejores y más altas tierras y el resto quedó a sus pies. En los amaneceres del siglo XVIII Río florecía: la riqueza minera explotó y aparecieron las catedrales y las fincas opulentas. En las zonas bajas, la esclavitud africana, los mulatos, la mano de obra bruta y analfabeta que se hacinó por los palos de la exclusión. Las vírgenes y los jesuses se mezclaron con el umbanda y el candomblé y el culto a los orixás y el sincretismo fue en la fe y en la piel. Pero los confinados al abajo más abajo jamás pudieron trepar un par de escalones sociales sin que el poder concentrado los re-lanzara al abismo. El Instituto de Pesquisa Económica Aplicada (IPEA) dibuja la inequidad en un gráfico de barras: el 75 por ciento de toda la riqueza del país está concentrado en manos del 10 por ciento más rico.
La Rocinha -la favela más pobre y más violenta- era parte, como el Pan de Azúcar, de los tours para que los europeos pudieran apreciar y fotografiar a una efigie concreta de la miseria latinoamericana. Cuando la seguridad dejó de estar garantizada, se acabó el favela tour. Y el vicegobernador de Río de Janeiro amenazó con levantar un muro para aislar a las más peligrosas. Antes de que lo concretara, Lula les mandó el ejército.
Ahora llueve. Y llueve. Y el barro baja en complicidad, para llevárselo todo.
Hasta la casita de Tom Jobim, que en algún lugar seguirá tarareando -como lo saben los cariocas de los bordes- que la tristeza no tiene fin. Y la felicidad, sí.
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