jueves, 31 de marzo de 2011

Es imposible no compartirles estas notas




Por la tierra y el agua - Por Silvana Melo
Destinos al sur  - Por Claudia Rafael
Odio, luego existo (parte 2) - Por Alfredo Grande
El espejo que no queremos mirar - Por el doctor Luis Federico Arias
Por la tierra y el agua
29/03/11


Por Silvana Melo

(APe).- El Banco Mundial hizo foco sobre América Latina. En la búsqueda desesperada de áreas potencialmente cultivables para una producción masiva que pueda contrarrestar el alza en los precios de los alimentos, detectó que el 28% de tierra arable del planeta se despliega en el patio de atrás del mundo. En esa parcela inmensa donde fatigan 550 millones de personas que producen alimentos para el mundo pero en la que 53 millones se atormentan de hambre cada día.
De los 445,6 millones de hectáreas de tierra que, en el globo, podrían ser utilizadas para la expansión del cultivo, 123,3 millones está en América Latina. Sólo Africa la supera, con un 45 por ciento del total mundial. Paradójicamente, los dos continentes más sumergidos, más pauperizados, más sometidos, más olvidados.
Por la cintura del planeta baja el sur. Con su dermis prolífica, con su vientre dispuesto a alimentar al mundo. El 52% de la soja del planeta se produce aquí. Y el 44% de la carne, el 70% de plátanos, el 45% de café y el 45% de azúcar. Exportadora de trigo, maíz y carne, se proyectaba que la crisis internacional haría trepar el número de hambrientos en esta América a 71 millones. Es la foto del niño famélico que agoniza sobre una montaña de soja lista para embarcar.
En el subcontinente 80 millones de niños viven en la pobreza. El 17,9 por ciento (unos 32 millones) pasan hambre a pesar de que esta tierra feraz produce tres veces más de lo que se necesita para alimentar a sus habitantes suburbiales del mundo. Cepal y Unicef se rasgan las vestiduras difundiendo estos datos mientras el Banco Mundial fija su ojo largo e infalible en la extensión de América Latina, en el agua de América Latina, en la virginidad y en la juventud de la tierra de América Latina. Para sembrar más, producir más, generar más terreno potencialmente cultivable y desmontar para lograrlo, sembrar más, producir más comida para alimentar al sector del mundo que devora más allá de la saciedad, por placer y hedonismo. Y conservar las hambres mismas para los que pisan y fatigan y cosechan. Porque los alimentos que nacen de su tierra no son para ellos. América Latina –ahora con el foco del Banco Mundial- es una loca paradoja dibujada por los designios de los poderes del mundo. El aumento en el precio de los alimentos debería beneficiar a aquellos que los producen y los venden. Sin embargo, la comida se vuelve inalcanzable por su costo. Y la producción que cosechó con sus manos, que le dobló la espalda, que le taló el sueño durante seis meses y después otros seis de condena a la nada, todo ese maíz, todo ese trigo, toda esa soja incontable, la que se llevó el monte que desapareció un día y enloqueció al río, toda esa riqueza se escurre sin verla. Se va sin dejar huella. Y no queda nada para llevar a la mesa. Ni resto para comprar en supermercado. Ni en el almacén. Ni en el puesto de la calle.
Los precios mundiales de los alimentos alcanzaron un nuevo récord en febrero por octavo mes consecutivo, calculó la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). La responsable del Banco Mundial para América Latina, Pamela Cox, dice que la región misma es una parte de la solución. "América Latina no ha alcanzado sus límites (de producción), pueden hacer aún mucho para aumentar su producción, tiene mucha agua... Hay un gran potencial para seguir alimentando al mundo", dijo. Está claro que el Banco Mundial y sus brazos sensibles han puesto los ojos encendidos en la América des-cubierta y subsumida durante más de cinco siglos. La América marginal, pariente pobre del mundo, a la que se le sigue cambiando oro por trocitos de cristal donde se mira la cara todavía tersa y juvenil.
En esa América ve el mundo lo que le salvará la vida en un futuro mediato: los alimentos y el agua. La vida que brota de la tierra. Lo que se cosecha y lo que mana.
El 93 por ciento de la población sur-americana vive en países exportadores de alimentos. Pero entre 50 y 70 millones sufre hambre. Enferma de hambre. Muere de hambre. Como los niños de Salta, Misiones, Formosa y el conurbano rosarino y bonaerense en la privilegiada Argentina.
Es que la América lo tiene todo, pero termina vendiendo la materia primaria. La América no elabora porque es pobre, porque no tiene infraestructura, tiene transportes antiguos y destruidos, tiene industrias moribundas. Por eso suele comprar afuera el pan cocinado con su harina. Los zapatos confeccionados con su cuero. Mil veces más caros. Como para definir, con moño y celofán, la cajita donde engorda la injusticia.
Un total de 189 millones de latinoamericanos vive en la pobreza, un 34% de la población total. A pesar de que exhala alimentos hacia el mundo, hace llover el café y la leche, pone la carne sobre la mesa y los cereales y el pan. Pero sus hombres y sus mujeres, sus historias individuales, sus tragedias de a una, no los pueden comprar. No pueden acceder. Trabajan para otros. Producen para otros.
Es la paradoja argentina -la que aún se resiste a ser visceralmente latinoamericana-: con apenas un 0,65 % de la población mundial, produce el 1.61% de la carne y el 1.51% de los cereales que se consumen en el mundo.
Pero nueve millones de sus niños soportan hambre, sufren hambre, corren riesgos de morir de hambre. Mueren de hambre. Rodeados del agua y los alimentos para el mundo.
El crimen más imprescriptible.
Destinos al sur 
30/03/11

Por Claudia Rafael
(APe).- Hay finales anunciados. Historias que por sí solas desgajan una fotografía impecable del futuro y parecerían esbozadas por los chamanes del continente que deambulan marcando -con solo mirar- qué sino tocará a cada mortal. Como si hubiera una Moira repartidora de fatalidades,  ciertos destinos aparecen como controlados desde el nacimiento hasta la muerte e, inclusive, mucho más allá aún. Esa categoría parece adquirir por un instante apenas el documento de Silvia de los Santos y Verónica Heredia, las abogadas de Amicus (Clínica Jurídica y Social Patagónica) que patrocinan a doña María Leontina Millacura Llaipén desde la desaparición de su hijo, siete años y medio atrás.
Cuando hablan del muchacho y su grupo de amigos, las abogadas advierten que “ellos pertenecen a un grupo vulnerable, al que no se les garantiza el libre y pleno ejercicio de los derechos. Es el grupo de niños, niñas y adolescentes de sectores populares y/o empobrecidos de la sociedad que deambulan en la calle. Estos niños, niñas y adolescentes se convierten en adultos, despojados ya de todo derecho, incluso de su dignidad. Por esta situación es que, en el marco de la violencia policial, ingresan al sistema penal como única respuesta del Estado a su situación de vulnerabilidad, la que, en este marco, se agrava”.
Esa definición -de perfecto manual de estos tiempos- insinua cuál será la triste sombra que acompañará los pasos de esos jóvenes. Que fueron paulatinamente engullidos por una oscuridad desde la que no asoman respuestas. Sólo la perversidad más honda de un sistema desigual pueden darlas. De otro modo, cómo se logra comprender no sólo la desaparición de Iván Eladio Torres el 2 de octubre de 2003 en manos de la policía de Chubut sino además la muerte violenta de seis testigos de la causa.
El sexto fue su amigo y cuñado, Juan Pablo Caba, que murió apenas una semana atrás en el Hospital Regional de Comodoro Rivadavia, tras una agonía de dos semanas después de que lo balearan en “confuso episodio”, eufemística y típica definición de los policías a la prensa patagónica.
Antes, David Hayes había sido asesinado en la alcaidía en la que estaba detenido y también Walter Mansilla, Dante Caamaño, Gastón Vera, Luis Alberto Gajardo. Varios de ellos testigos protegidos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Iván era chileno, como su mamá, como sus hermanos Marcos y Valeria. Ninguno de ellos y de sus amigos había sabido deletrear el rosario de derechos que las convenciones y leyes dicen asegurar a los chicos. Ninguno sabía de largas horas en el pupitre de un aula ni tampoco de techos dignos. Ninguno podía contar historias cotidianas de sus padres asalariados y menos aún, del derecho eterno de los niños a la felicidad, convidada ausente a la mesa de sus días.
Iván era chileno y seguramente llegó a esa ciudad pesquera en la que el petróleo y las riquezas fluyen de lo que da la tierra en busca de un puñado luminoso de azules en la piel y en el futuro. La historia misma de Comodoro, la capital nacional del oro negro que quedó asociada para siempre a la vida de una Argentina en la que todavía YPF y Gas del Estado eran sinónimos de soberanía y patrimonio fue conociendo -como lo haría Iván- de despojos y desmadres.
Iván había nacido a la vida en el mismo año en que los Videla y los Massera se sentaban en el sillón de los poderosos de la patria. Mientras él pujaba por salir del útero hecho nido del cuerpo de María Leontina, tantos en esta tierra que no era todavía la suya, eran devorados por los despojadores para ser colocados eternamente en las tinieblas de la desaparición forzada. Como harían otros con él mismo 26 años más tarde.
A él, Iván Eladio, que vivía en una casita de pobrezas viejas y que trabajaba a veces como ceramista; otras como durlero, como techista o como albañil. A él que amaba andar por las calles y las plazas, que sabía una y mil veces lo que era ser prepoteado por los hombres de uniforme que le gritaban “documentos” y cacheaban contra una pared cualquiera. A él que tenía entradas de sobra en la comisaría por “averiguación de antecedentes y medios lícitos de vida” o que sabía qué significaba un simulacro de fusilamiento. A él que -cuentan y se lee en los expedientes- se hermanaba “con sus pares, niños, niñas y jóvenes que deambulaban en la calle”
Pero las lecciones fueron definitivas para Iván aquel 2 de octubre. Ese día -mientras esperaba a un par de amigos que ayudaban a desarmar un castillo inflable- fue levantado por el móvil 469 de la plaza del centro, fue llevado a la comisaría primera y ya se perdió para siempre todo rastro suyo.
Sólo las voces de otros detenidos describieron -como otros presos lo hicieron con los últimos instantes de Luciano Arruga en una comisaría de Lomas del Mirador- qué ocurrió con Iván. Cómo lo golpeaban, dónde exactamente cayó desmayado, de qué manera varios policías lo “sacaron a la rastra” hasta una escalera que da a la unidad regional y cómo otro policía limpiaba la sangre del calabozo.
Tal vez en él, en ellos, pensaba Gelman cuando escribió que los sin nada se envuelven con un pájaro humilde que no tiene método.
Siete jóvenes ya no caminan por las calles de Comodoro Rivadavia. Ya no respiran ese aire del golfo que llena los pulmones hasta estallar de vida. Ya no desarman castillos inflables ni sienten el sabor imborrable de un helado de fresas en un enero tórrido. Sus vidas ya no son. Y sus días irremediablemente ya no forman parte de las hojas de ningún calendario.
Odio, luego existo (parte 2) 
31/03/11
Por Alfredo Grande
(APe).- La cultura represora, entre tantas actividades y trampas que elabora, elige algunas como privilegiadas. El tabú del odio y de la justicia por mano propia tienen esa funesta predilección. Al odio se lo presenta como antinomia del amor y a la justicia por mano propia como sinónimo de venganza. Dejaremos para otro trabajo esta importante cuestión, elemental para toda política que aspire a desplegar los mecanismos autogestionarios. Odiar es malo por esencia. Amar es un mandato, que incluye al enemigo. Odiar es un síntoma, y además grave; amar es una bendición, que incluye también no tener que pedir perdón. Más allá de la ternurita de Love Story, el amar otorga impunidad. Si es por amor, podrán arrancarte brazos y piernas, y tu verdugo no dejará de sonreír porque dios igual lo seguirá amando. Pero el odio no es la antinomia del amor: incluso lo precede. Sin odio no hay energía de enfrentar al enemigo que pretende, y muchas veces logra destruir la vida. El odio sostiene la crueldad, que es la planificación sistemática del sufrimiento y el dolor. Su paradigma es la tortura. El verdugo no necesita odiar a cada una de sus víctimas. Es suficiente que odie lo que sus torturados representan. Odiando el todo (el marxismo, el judaísmo, el anarquismo) puede darse el lujo de no  odiar a cada uno de sus prisioneros. Su crueldad está garantizada desde un Orden Superior que le dice que se debe odiar. 
El espejo que no queremos mirar 
28/03/11
Por el doctor Luis Federico Arias, especial para Ape (*)
(APe).- Las crónicas periodísticas repiten y propalan de modo recurrente la existencia de ilícitos cometidos por “menores”, quienes -según la aceitada maquinaria comunicacional- parecen ser en gran parte, los responsables de la grave sensación de inseguridad que padece nuestra sociedad, como si el único lugar posible para los pibes fuera esa cartelera mediática que los exhibe como victimarios de hechos violentos, soslayando la sombría realidad que agobia a gran parte de nuestros jóvenes, con hogares sumidos en la pobreza estructural, en un contexto de analfabetismo, disfuncionalidad familiar, adicciones, segregación social, indiferencia, desigualdad, falta de oportunidades y discriminación, entre otras formas de violencia sistémica o estructural.
Esta situación de vulnerabilidad en la que se hallan sumidos nuestros jóvenes, que suele generar sentimientos de humillación, odio y resentimiento por parte de quienes lo padecen, ha sido completamente “naturalizada” por los sectores medios de la sociedad, que guiados por la razón del consumo, declinan su compromiso y niegan la verdadera dimensión de esta problemática, sin asumir sus consecuencias en innumerables casos de niños víctimas del hambre, el frío, las enfermedades asociadas con la pobreza, u otras situaciones que no logran gran impacto mediático, y sin embargo, arrojan decenas de muertos cada año.

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