La energía nuclear somete a los pueblos a vivir con el espanto. Sirenas acostumbradas a avisar derrames radiactivos que no distinguen simulacros, pastillas de yodo permanentemente al alcance de la mano, protocolos de seguridad insuficientes, y el miedo, sospecha instalada al saber que no toda la verdad es transmitida y que no siempre suenan las bocinas anunciando escapes radiactivos considerados menores.
¿Es posible vivir así? Puertas y ventanas cerradas, rendijas selladas, y en algunos casos instalados en sótanos herméticos, incomunicados por tiempo indefinido, ignorando cuando “concluirá el bombardeo” (sin guerra a la vista)
No hay sitio con planta nuclear en el planeta que no emita escapes radiactivos al ambiente. No hay central atómica o instalación nuclear relevante que no haya colapsado en algún momento. Se dirá -como siempre- que el impacto es insignificante, se ocultará que la radiación es sutil, sin olores que la declaren, sin color, formas, dimensión, pero girando caprichosamente en la campana bioesférica del planeta. Se evitará informar que la radiación es acumulativa, axioma que la define como la primera causa mutante, que habrá de sumarse en mínimas dosis a la ya capturada por nuestro organismo en las células de información genética. Se la intentará comparar con la radiación de fondo y dirán que es menos peligrosa que la placa radiológica del dentista.
De inmediato sobreviene el silencio oficial, una alfombra cubre las instalaciones dañadas y “confirmarán” que no ha pasado nada; reconocerán sin turbarse que muertos y contaminados son inmolaciones inevitables del progreso, a pesar de territorios perdidos para siempre, inhabitables por milenios, ecosistemas alterados, como el japonés de Fukushima o el ucraniano de Chernobyl.
¿Es posible vivir así? Los habitantes del pueblito francés de Codolet, o los de Chernobyl, Fukushima o Three Mile Island, saben ahora que la rutina de las sirenas puede ser el aviso tardío a efímeros sobrevivientes.
Esta vez la señal “no era para los habitantes franceses del municipio de Marcoule -se les dijo- sino para los empleados de la planta”, relativizó el funcionario. Codolet es el dormitorio de trabajadores del depósito y de la planta de reprocesado de residuos radiactivos, fábrica de las primeras bombas atómicas francesas, también centro de investigación y producción de combustible para centrales nucleares, con óxido de uranio y plutonio; se halla a orillas del río Ródano que vierte en el Mediterráneo, cloaca de la Europa ancestral, colapsada hoy por la caída de las bolsa de valores y una economía neoliberal agonizante; en ese marco el fantasma de la radiación es otra realidad.
Europa duerme sobre racimos atómicos, con 148 reactores nucleares activos en 16 países,
plantas obsoletas la mayoría de segunda generación con su vida útil en el límite (prolongada en el tiempo a pesar del riesgo); tiene la tercera parte de los 442 reactores que funcionan en 30 países; sólo en Francia hay 58, le siguen Gran Bretaña con 19, Alemania 17, Suecia 10, España 8, Bélgica 7 y República Checa 6, etc. (Estados Unidos tiene 104 plantas nucleares, Rusia y Ucrania 47, Japón 54).
En todas ellas, el hombre y la robótica deberán funcionar sin error alguno, la fatiga de materiales debe ser detectada a tiempo, no se permiten omisiones, pasos saltados, modorras o desatinos. Hace cuatro décadas El premio Nobel de Físíca, Hannes Alfven advertía que “la energía de fisión es segura sólo si un número de aparatos críticos trabajan como debieran, si un número de personas en posiciones claves siguen todas sus instrucciones, si no hay sabotajes, ni pérdida de los transportes; si ningún reactor de combustible, planta procesadora o planta reprocesadora o repositorio, en cualquier parte del mundo, esté situado en una región de desórdenes o guerrilla y ninguna revolución o guerra –así sea convencional- se dé en esas regiones. Las cantidades enormes de material extremadamente peligroso no deben ponerse en manos de gente ignorante o desesperados, no pueden permitirse casos fortuitos” (Bulletin of the Atomic Scientists, mayo 1972).
Mientras tanto, miles de toneladas de residuos radiactivos de alta actividad continúan sin gestión definitiva; fracasaron cientos de cementerios nucleares con radionucleidos de 250.000 años de vida que surgen diariamente de los reactores de fisión y comparten el mismo hábitat humano. El tecnócrata no sabe aún como desprenderse de la escoria radiactiva que produce en cada segundo de fisión nuclear, pero se atreve a ponerle precio al kilovatio hora nucleoeléctrico. Millones de habitantes de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires viven aguas abajo de las centrales nucleares argentinas de Atucha y de un plan nacional que contempla construir dos reactores más en el lugar.
¿Es posible vivir así?
No dieron a elegir y los barones del átomo globalizaron negar el debate.
Javier Rodríguez Pardo, (Bs. As. 12 de septiembre 2011)
Movimiento Antinuclear del Chubut (MACH)
Red Nacional de Acción Ecologista (RENACE)
Unión de Asambleas Ciudadanas (UAC)
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