jueves, 2 de febrero de 2012

Caparrós: Nos, los traidores


Nos, los traidores

Por: Martín Caparrós | 01 de febrero de 2012
Lo dijo y a nadie le importó: ni a sus críticos ni a sus camaradas ni a él mismo ni a ninguno. Yo también, al principio, me lo tomé a chiste, porque parecía uno –y porque los argentinos usamos tanto esa estrategia defensiva, el chiste -o, si acaso, el menosprecio: no, es una boludez, no vale la pena darle bola. Hemos aprendido a reírnos o a negar bola –son formas muy distintas de lo mismo– a muchas cosas. Se puede discutir si el mecanismo no es un modo de permitir que los límites se corran más y más: que un poder amplíe sus posibilidades. Que vaya avanzando de a poco sobre lo que parecía intocable y que, a fuerza de pasitos, de palabras necias, de oídos sordos, lo vaya ocupando. Hoy digo que seis y después digo que no, cómo que seis yo más de tres seguro no, pero queda zumbando lo de seis y entonces, cuando salgo a decir cuatro habrá muchos que dirán bueno, por lo menos no es seis y al fin y al cabo cuatro no es pa’ tanto.
No sé si este fue el caso. Pero sí sé que hay veces en que uno cree que hasta ahí; veces en que algo cruza alguna raya. El jueves pasado el señor vicepresidente de la Nación, un economista que se llama Amado Boudou –que resulta ser ex militante neoliberal antiperonista, ex organizador de fiestas, ex empresario de la basura, pero nada de eso importa–, dijo que “no entiendo por qué algunos se empecinan en hablar de poskirchnerismo; eso es traición a la patria”.
Estaba en una reunión partidaria en su ciudad de Mar del Plata, donde relanzaba la idea más recurrente de los gobernantes argentinos:
reformar la Constitución para poder perpetuarse en su puestito. Y, como parece que a su jefa le pareció ligeramente prematuro –aunque no tanto–, al día siguiente el señor vicepresidente salió en un par de radios a decir que no en realidad no había dicho que había que reformarla ya aunque mañana quién sabe y pasado tal vez. Lo entrevistaron, en ellas, periodistas amigos, y ninguno le preguntó sobre la traición a la patria y él no se ocupó de desmentirlo. Digo: no salió a decir pero cómo se les ocurre, yo nunca pensaría algo por el estilo. No hizo, por ejemplo, como hace un año, cuando dijo que dos periodistas que no le gustaban eran como “los que ayudaban a limpiar las cámaras de gas en el nazismo” y terminó, tras cuatro días de resistencia, por pedir perdón en público a la comunidad judía y a todos los demás.
Esta vez no: no dijo nada, nadie se lo exigió. La frase me había impresionado, así que seguí su pista, aceché sus ecos y repercusiones –y no encontré ninguna. O, dicho de otro modo: a nadie le importó tres pepas. Y quizás tengan razón y yo esté empezando a dar muestras de esa senilidad que algunos me atribuyen, o esa neoestupidez que me atribuyen otros; en cualquier caso, me parece que calificar de traidores a la patria a todos los que “se empecinan en hablar de poskirchnerismo”, a los que piensan ideas distintas de país, a los que piensan en distinto, es de una violencia tremebunda.
La patria, sabemos, es un arma arrojadiza: un concepto de exclusión que se usa para descalificar a los que no están de mi lado, el refugio de tanta canallada. Pero la “traición a la Nación” está tipificada en el artículo 119 de la Constitución argentina, que dice que quienes la cometan serán reprimidos de la forma más dura, como corresponde a uno de los peores crímenes. Eso es lo que importa en la frase del señor vicepresidente –del señor vicepresidente, el segundo magistrado del país, la segunda cabeza del Estado–: que cualquiera que piense otra forma de país es el peor de los enemigos, alguien a quien el Estado debe reprimir de la forma más dura. Es, entre otras cosas, una puesta en arenga de la ley antiterrorista, pero con un peso y una claridad que la ley antiterrorista -que ya empieza a usarse- no se atrevió a tener; no juzga actos sino palabras: los que no piensen como yo son traidores a la patria y deben ser tratados como tales.
Si alguien le preguntara por su exabrupto –si a alguien le importara–, quizás el señor Boudou se retractaría. Lo hace bien: argüiría, como otras veces, que no quiso decir eso. Un señor que dice lo que no quiere decir sólo puede argumentar que es un tonto que no sabe lo que dice: si esa es su excusa, debe acompañarla con su renuncia. Pero, querido o no, repercutido o no, lo dijo y es el vicepresidente, un señor en la cumbre del poder que dijo –insisto una vez más, porque resulta difícil de asimilar– que quien hable de la posibilidad de un gobierno que no sea el suyo, que quien piense formas de país que no sean la suya es un criminal de la peor especie. “No entiendo por qué algunos se empecinan en hablar de poskirchnerismo; eso es traición a la patria”.
Creo que es un límite, y creo que sería un error dejarlo pasar, reírse, escatimarle bola. O, quizá, mi error sea seguir creyendo en las palabras: pensar que significan. Mientras tanto, me declaro traidor a la patria -o lo que sea que eso sea.
Actualización: por un problema técnico, esta entrada se evaporó en la web. La he vuelto a subir en cuanto fue posible, pero no fue posible recuperar los comentarios. Les pido disculpas.

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