http://blogs.elpais.com/pamplinas/2013/02/hasta-que-la-muerte.html
Por Martín Caparrós
La historia no es muy original: un científico descubre la forma de
detener la evolución de las células humanas, congelar el
envejecimiento de los cuerpos. Descubre, en síntesis, el secreto de la
eterna juventud y lo asesinan; su método se salva. Al principio los
tratamientos son clandestinos y carísimos; al fin, una especie de
revolución consigue la vida eterna para todos. La novela se llama The
Postmortal, la escribió un americano insultantemente joven, Drew
Magary, y es despareja pero muy sugerente. Sus mejores momentos llegan
cuando cuenta cómo los hombres intentan adaptarse a la idea de que van
a vivir para siempre; una de sus primeras reformas es la creación de
“matrimonios temporales”, previstos para durar veinte, treinta,
cuarenta años: la idea de pasarse siglos y más siglos con la misma
persona se vuelve, sin duda, insoportable.Somos finitos: nuestras instituciones están hechas para la finitud.
Pero hay algunas que la requieren más que otras. Cuando el Occidente
cristiano instituyó que los hombres y las mujeres –un hombre y una
mujer– se casarían “hasta que la muerte los separara”, pensaba en
otros lapsos. Todavía hace un siglo la duración promedio de un
matrimonio en Europa no llegaba a los veinte años: en general, alguno
de los cónyuges se moría antes. La mujer en el parto, el hombre en la
guerra o la fábrica o la mina, los dos de una infección en el meñique
izquierdo. Ahora, en cambio, un matrimonio realmente católico tiende a
durar décadas y más décadas.
Lo mismo acaba de pasarle al señor Papa de Roma. La invención de la
vejez lo ha convertido en un réprobo raro, uno que contradice los
dictados de su dogma. El licenciado Ratzinger fue elegido, como todos
los jefes de su secta, por un cónclave de subjefes: el viejo sistema
feudal de la asamblea de nobles, patrones de los diversos territorios,
que se reúnen para nombrar a uno de ellos primus inter pares, rey.
Pero, para cubrir la decisión con el baño de certeza que las
religiones suelen dar a sus palabras y sus hechos, su dogma dice que
no son los cardenales los que eligen sino el Espíritu Santo –el
Espíritu Santo– quien desciende sobre ellos para iluminarlos con el
nombre debido. Dicho de otro modo: al Papa no lo nombran esos hombres
sino un dios –uno de los tres que encabezan esa rara religión
monoteísta. O sea: que un dios, su dios, decidió que el licenciado
Ratzinger debía representarlo hasta su muerte y el licenciado se
licenció, licencioso, desmintiendo a su dios, mostrando al mundo que
ese dios se había equivocado. Parece fuerte: yo que su dios me
cabrearía.
Un monarca vitalicio es cosa de otros tiempos. En realidad, un monarca
es cosa de otros tiempos, pero por otro tipo de razones –políticas, no
técnicas. Que la iglesia de Roma quiera seguir con sus reinados
vitalicios es, en última instancia, un episodio más de su resistencia
a los cambios técnicos y científicos y a sus consecuencias. Lo mismo
que hacía en tiempos de Copérnico y Galileo cuando negaba que la
Tierra girara alrededor del sol, lo que hace todavía cuando niega que
un preservativo sea la mejor manera de no morirse de sida en África o
América Latina. O, en otro plano, cuando no permite que las mujeres
oficien sus misas, o que los hombres se casen entre sí o las mujeres
entre sí o que los hombres y las mujeres se descasen.
Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre, dicen sus sacerdotes y,
sin embargo, su sacerdote jefe acaba de deshacer lo que su dios
supuestamente hizo. Todo porque sus estructuras no están adaptadas a
estos tiempos en que la vejez dura, dura, dura.
Pero esa inadaptación no es exclusiva de una institución
particularmente inadaptada. Todos estamos un poco perdidos frente a
ciertos cambios técnicos. Y la vejez es uno de esos inventos que
todavía no manejamos. Siempre me sorprendió que envejecer fuera tal
deterioro: nada en el funcionamiento físico de las personas mejora con
la edad; el tiempo nos es pura decadencia. Durante siglos, muchas
sociedades intentaron compensar esta penuria con la idea de que el
saber era cosa de ancianos –“el diablo sabe por diablo/ pero más sabe
por viejo”–; ahora, desde que suponemos que los saberes que valen son
los más recientes, también ese valor simbólico se pasó al campo joven.
Siempre me pregunté por qué la naturaleza, que suele hacer mejor las
cosas, nos somete a tal proceso de degradación. Hasta que entendí,
bobo de mí, que la vejez contemporánea no es en absoluto natural: es
uno de los grandes inventos de la cultura humana. En su estado
“natural-cavernario" los hombres no vivían más de veinte o treinta
años: se morían antes de degradarse demasiado. Y hasta hace poco, la
esperanza de vida media de los países ricos no pasaba los sesenta.
Ahora, en cambio, esa media subió a más de ochenta, y sigue. Cantidad
de mejoras técnicas lo consiguieron, pero estamos en plena transición,
un momento mixto: hemos aprendido a prolongar la vejez, no a evitar
sus estragos. Es probable que dentro de algunas décadas un señor de
ochenta años no sea un sobreviviente; por ahora, la mayoría lo es. Y
por eso los choques: una norma como ésa que decía que los papas lo
eran hasta que se morían –hasta que “Dios los llamara a su seno”–
choca contra estas vidas estiradas, esas técnicas que permiten
prolongar su subsistencia pero no devolverle el vigor necesario para
seguir haciendo. Cambia la idea de muerte: una cosa es la muerte de
una persona en pleno uso de sus facultades, como solía morirse la
gente cuando se moría a los cincuenta o sesenta años; otra la muerte
de fugitivos de ochenta y muchos, noventa y tantos, achacosos,
defendidos por los avances de la técnica médica de un final que años
atrás habría sido cantado.
Pocas cosas más interesantes, en estos tiempos, que esos choques: cómo
nuestras sociedades van adaptando sus reglas y costumbres a los
cambios técnicos constantes. O cómo, en realidad, se resisten a
hacerlo. El mejor ejemplo es la famosa democracia de delegación, tan
pegada a técnicas ya viejas: un mecanismo que tenía sentido cuando se
consolidó hace más de un siglo, cuando cualquier comunicación entre
una ciudad de provincias y una capital podía tardar días, cuando
averiguar lo que pensaban muchos era una tarea complejísima que se
podía organizar muy de tanto en tanto. Ahora, cuando hacer una
consulta popular sobre cualquier medida solo requiere proponérselo y
habilitar cybercafés para los que todavía no tienen acceso a internet
en sus casas o teléfonos, el contrato de delegación que dice que
habilitamos a un señor o señora para hacer en nuestro nombre lo que
quieran durante cuatro años no tiene más sentido.
Pero claro, esos señores y señoras se aferran al viejo mecanismo como
si fuera un dogma revelado. Igual que la iglesia de Roma se aferró a
la idea de que un papa es para siempre –hasta el día en que uno de
ellos decidió cambiar las reglas. En esto, en estos días, esa iglesia
demostró ser más flexible, más abierta a los cambios de la técnica que
nuestras democracias. Alguien diría que es un pecado grave si no
fuera, en realidad, una vergüenza.
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