jueves, 4 de julio de 2013

Martín Caparrós: fracasar

Fracasar

Equis tiene 24 años, es argentina nativa y por opción, vive con su familia en un barrio del sur de la ciudad de Buenos Aires. Equis es una chica muy activa: le falta poco para terminar derecho, trabaja en una repartición pública, tiene un novio, amigas, intereses. Cada mañana, de lunes a viernes, Equis se levanta poco antes de las seis de la mañana para tomar el colectivo que la lleva al trabajo. Hace un año, dos tipos la asaltaron mientras lo esperaba y le robaron la cartera: la poca plata, documentos, anteojos, las tarjetas. Desde entonces, durante casi un año, su madre se levantó cada mañana, de lunes a viernes, poco antes de las seis para acompañar a Equis a la parada del colectivo. El mes pasado otros dos tipos que llegaron en moto la asaltaron cuando esperaba con su madre el colectivo y le robaron la cartera: la poca plata, documentos, anteojos, las tarjetas. Desde entonces Equis va a la parada del colectivo con su hermana y su cuñado, que se levantan un poco antes de su horario –total, unos minutos más tarde también tienen que irse a trabajar– y esperan que, siendo tres, no los asalten.

Es una tontería: historias ínfimas. De esas cosas que pasan todos los días en todas las ciudades, solo que en algunas pasan más de lo necesario. Supongo que me contaron muchas, ví bastantes, pero por alguna razón esta me pareció una de esas gotas que rebasan vasos: mi vaso, por lo menos. Me dio mucha vergüenza que Equis no pueda tomar el colectivo para ir a trabajar cada mañana sin miedo a que la asalten, sin una escolta familiar creciente. Me impresionó más que Equis y su familia no esperen nada de las instituciones que deberían defenderlos –que su trabajo paga– y entonces intenten defenderse solos: primero la compañía de la madre, después la hermana y el cuñado. Y que eso termine por parecerles –casi– normal.
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He escrito mucho contra el segurismo (“Doctrina política que postula que el problema central de una sociedad está en su criminalidad. Aparece en lugares y momentos muy diversos, pero se desarrolla con más facilidad en sociedades donde ha habido cierto deterioro de la situación económica y social de sus clases bajas y medias…”). No cito la historia de Equis para sumarme a ese clamor. Mi vaso es otro: me parece que ese hecho menor es un ejemplo demasiado claro de cómo no supimos construir una sociedad vivible, de cómo nos acostumbramos cada vez mejor a vivir mal: ahí está el fracaso.
El fracaso aparece en tantas cosas. Por supuesto, en la soberbia de los que mandan –desde el poder político o el poder económico. Pero también en cada persona que no come suficiente, en cada persona que se cansa de buscar trabajo digno, en cada persona que se pelea a los gritos por cuestiones menores, en cada persona que deja la escuela porque no ve la utilidad de seguir yendo, en cada persona que te tira el coche encima en una esquina, en cada persona que te pide o te ofrece una coima, en cada persona que apunta a otra con un arma, en cada persona que debe esperar meses enferma para que la atienda un médico, en cada persona que se asfixia en un transporte público controlado por los que nunca toman el transporte público, en cada persona que deja de ir a una cancha de fútbol porque tiene miedo, en cada persona que mete la mano en un tacho de basura para zafar con lo que otros desdeñan, en cada persona que se caga en todo esto porque a ella, de últimas, no le va tan mal. En Equis, que no puede salir a trabajar tranquila. En todos nosotros, que nos acostumbramos, que conseguimos creernos que es normal que una chica no pueda salir a trabajar tranquila. Que conseguimos creernos que son normales cada vez más cosas que deberían ser intolerables.
Fracasamos. Yo creo –y la idea me pesa más y más– que fracasamos. Que los argentinos fracasamos, que llevamos medio siglo fracasando, que somos los culpables del deterioro de un país que es mucho más pobre, mucho más injusto, mucho más inculto, mucho más corrupto, mucho más violento que entonces.
Todo lo demuestra: los índices de desigualdad, el retroceso de la educación y la salud públicas, los millones de villeros, la mitad de los argentinos sin cloacas, el cierre de transportes e industrias, la vuelta a la economía agroexportadora, la violencia, la pelea permanente, la incapacidad para pensarnos.
Y creo que mientras no lo aceptemos, mientras no empecemos a pensar seriamente por qué fue, mientras cada uno de nosotros no analice y se haga cargo de su parte del fracaso, no podemos siquiera soñar con revertirlo.
Algunos tendrán más culpas, otros menos. Yo sé que alguna tengo y me desasosiego y me paso horas pensando cómo es.
Y los que nos conducen tienen tanta más. Se vienen elecciones: hay que elegir más señoras y señores que simulan que nos representan. Propongo que la primera condición para votar o no votar a alguien, el primer criterio, sea si pide o no disculpas. Ningún argentino de más de veinte años está exento de culpa. Que cada cual busque, piense la suya. Y que aquellos que nos piden que les tengamos confianza, que deleguemos nuestro poder en ellos, empiecen por explicar en qué se equivocaron. Que nos cuenten qué responsabilidad tienen en este fracaso y, antes de prometer que van a hacer cosas distintas, se disculpen.
Si no, no hay por qué creerles nada.
Si sí quizá tampoco, pero, al menos, al borde del abismo, habrían dado un paso al frente.

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