lunes, 11 de abril de 2011

“El centro del problema no es el neoliberalismo, es el capitalismo”

DIALOGOS › EL ECUATORIANO PABLO DAVALOS Y SUS REFLEXIONES SOBRE EL POSNEOLIBERALISMO

“El centro del problema no es el neoliberalismo, es el capitalismo”
Asesor de la Conaie, la organización indígena más grande del Ecuador, miembro de Clacso y profesor universitario, Pablo Dávalos advierte sobre el “neoinstitucionalismo”, la continuación, dice, del neoliberalismo por otros medios. Las políticas extractivistas en América latina y el significado del sumak kawsay, la filosofía originaria del “buen vivir”, que en Ecuador está incorporada a la Constitución.
Por Verónica Gago y Diego Sztulwark
Desde Quito

–Una de las paradojas más visibles en Ecuador es que a la vez que es una economía dolarizada, tiene la legislación más avanzada sobre “el buen vivir”. ¿Cómo conviven esas dos realidades? ¿Qué materialidad tiene, más allá del texto constitucional, la cuestión del buen vivir?
–Nosotros utilizamos el dólar para todas las transacciones, no tenemos moneda nacional. La pérdida de la moneda nacional se dio en la crisis financiera que tuvimos en 1999 y 2000. En esa crisis, los bancos implosionaron, produjeron una grave situación de conmoción y el gobierno de ese entonces optó por rescatarlos con recursos públicos, entre ellos, la moneda nacional. Las consecuencias fueron una devaluación y una inflación sin precedentes en el Ecuador que determinaron el fin de la moneda nacional y la adopción del dólar. Los dólares entonces tienen que venir necesariamente por la vía del comercio exterior. Eso ha obligado a que la economía ecuatoriana sea muy abierta con relación a los mercados mundiales. Al estar muy abiertos, somos muy vulnerables. El esquema de dolarización se ha sostenido, básicamente, por las remesas que envían los migrantes. En el año 2006, esas remesas alcanzaron un punto de 3000 millones de dólares, que para una economía tan pequeña como la ecuatoriana es muy significativo. Y, además, por la coyuntura de los altos precios del petróleo: en el año 2008, cada barril de petróleo se incrementó por sobre los 100 dólares, que para una economía que exporta petróleo como la ecuatoriana es también muy significativo.

–Es decir que la dolarización se sostiene por ingresos externos...
–Estas dos fuentes, el petróleo y las remesas, han sostenido la dolarización hasta el día de hoy, lo que ha significado que la economía ecuatoriana se convierta en una economía de rentistas, de consumo, en la que no hay producción. Eso también se puede visualizar en el hecho de que el desempleo –el abierto y el encubierto (es decir el subempleo)– alcanzan al 60 por ciento de la población económicamente activa de Ecuador. Es decir, cada 100 ecuatorianos en capacidad de trabajar apenas 40 ecuatorianos tienen empleo formal. El resto no tiene empleo y tiene que buscar estrategias de sobrevivencia. La dolarización ha trastrocado también el sistema de precios. En este momento, nuestra canasta familiar está sobre los 550 dólares, mientras que el salario mínimo vital está en 240 dólares. La poca industria nacional que queda es más bien complementaria a las importaciones. Esto también ha significado que el poder de los bancos se vaya concentrando cada vez más, porque son los que determinan a quiénes entregan créditos para la dolarización, y en función de esa capacidad de arbitraje se le otorga un enorme poder al sistema financiero.
–¿Qué se plantea desde el gobierno actual frente a esta situación?
–El gobierno necesita dólares y tiene que apostar a garantizar su mayor entrada. Pero como no hay industria, la única forma por la cual esos dólares ingresan es por la vía del endeudamiento y por la vía de la renta de los recursos naturales. No existen otras fuentes. Por un lado, el gobierno ha empezado un agresivo proceso de endeudamiento, sobre todo con China. En los últimos meses del año 2010 ha suscrito convenios bilaterales con China por cerca de 5 mil millones de dólares y ha entregado el petróleo como garantía de pago de esa deuda. Y la otra apuesta del gobierno de Rafael Correa está en ingresar a la extracción de recursos naturales, en especial la minería y los servicios ambientales.
–¿Qué tipo de propuesta surge de los movimientos sociales?
–Ante eso, los movimientos sociales, y en especial el movimiento indígena, han propuesto un nuevo paradigma de vivencia y convivencia que no se asienta ni en el desarrollo, ni en la noción de crecimiento, sino en nociones diferentes como la convivialidad, el respeto a la naturaleza, la solidaridad, la reciprocidad, la complementariedad. Este nuevo paradigma o esta nueva cosmovisión es denominada como la teoría de sumak kawsay o el “buen vivir” y efectivamente ha sido recogida en la Constitución ecuatoriana como régimen alternativo de desarrollo.
–¿Podría definir los puntos centrales de su carácter alternativo?
–En primer lugar, hay que romper las individualidades estratégicas, porque en el capitalismo uno piensa primero en sí mismo, uno dice “primero yo, yo soy ciudadano, yo soy consumidor, yo maximizo mis propios beneficios y utilidades”. La noción de sumak kawsay plantea una solidaridad de los seres humanos consigo mismos, que ha sido rota por el discurso del liberalismo. Pero, a diferencia del discurso del socialismo –que planteaba una relación con una sociedad más grande, y de esta sociedad con el Estado–, en el discurso del sumak kawsay la relación del individuo ya no es con el Estado sino con su sociedad más inmediata, con su comunidad, de donde los seres humanos tienen sus referentes más cercanos. Y esta sociedad a su vez se relaciona con otras sociedades más grandes de tal manera que las estructuras de poder se construyen de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo. Lo segundo que plantea el sumak kawsay es quitarnos de la cabeza la noción de que más es preferible a menos. Es decir, de que siempre tenemos que producir y tener más según reza el paradigma del desarrollo, del crecimiento, de la acumulación. Y a no ver en los objetos la ontología de los seres humanos.
–Eso supone casi un cambio radical en los modos de vida...
–Por eso lo tercero tiene que ver con la dimensión del tiempo. Nosotros creemos que el tiempo es lineal y, por tanto, creemos en la acumulación. La estructura del tiempo que en este momento pertenece al capital. El sumak kawsay plantea devolverle a la sociedad el tiempo: una noción de temporalidad donde el tiempo pueda ser circular abierto. Un cuarto elemento es conferirle un sentido ético a la convivencia humana. Para el liberalismo puede haber democracia política pero no puede haber democracia económica, por eso la formación de utilidades de las empresas y de los consumidores no tiene absolutamente nada que ver con la ética. El sumak kawsay propone un cambio en ese sentido: ya no puedo enmascarar decisiones sociales en nombre de un consumo individual. Y eso significa que los recursos que han sido producidos por la explotación laboral o la depredación ambiental ya no pueden ser objetos del intercambio social. Hemos ahora logrado cierta legislación, por ejemplo para defendernos de la esclavitud o del trabajo infantil. Pero tenemos que avanzar más allá.
–Cuando se habla de alternativa en el Cono Sur, generalmente se postula al neodesarrollismo contra el neoliberalismo. ¿Cuáles serían los rasgos alternativos a esta vía neodesarrollista que hoy es la que tiene un consenso relativo en la región?
–El centro del problema no es el neoliberalismo. El centro del problema es el capitalismo. El neoliberalismo es una forma que asume el capitalismo, una forma concentrada en el poder que tienen las corporaciones y el capital financiero-especulativo. El capitalismo puede crear nuevas formas ideológicas, políticas, simbólicas, y un modo de reinventarse y lograr legitimidad a través de estas formas que ni siquiera son keynesianas, sino neodesarrollistas. Y fundamentalmente implican pensar que si nosotros explotamos la naturaleza vamos a tener recursos para hacer obra social. Eso es un engaño; como fue aquello que se decía en la época del neoliberalismo: que si privatizábamos absolutamente todo, íbamos a tener estabilidad económica. Finalmente, nunca tuvimos estabilidad económica. Igual ahora: si explotamos todos los recursos de la naturaleza, tampoco vamos a tener recursos para el sector social, ni tampoco recursos para el pleno empleo.
–¿Usted advierte sobre la capacidad del neoliberalismo para reinventarse?
–Estamos viendo cómo América latina entra en un proceso de reconversión caracterizado por la desindustrialización y la producción básicamente de commodities basadas en materias primas, donde los gobiernos utilizan el monopolio legítimo de la violencia para garantizar el despojo territorial, que significa la propiedad de pueblos ancestrales, para poner esos recursos naturales a circular en la órbita del capital. El neoliberalismo, a través del Consenso de Washington y las políticas del FMI y del Banco Mundial, adecuaron las economías en función de las necesidades del sistema-mundo, pero eso no significa que el neoliberalismo haya alcanzado las metas de estabilidad macroeconómica, ni mucho menos. Ahora estamos pasando a una nueva dinámica sustentada en la producción y en la renta de materias primas. Hay que estar atentos a los discursos que quieren justificar estas derivas extractivistas. El sistema que llamamos capitalismo tiene que ser cambiado, con las relaciones de poder que lo atraviesan, con los imaginarios que lo constituyen. El capitalismo tiene que ir al archivo de la historia de la humanidad, porque si sigue simplemente va a poner en riesgo a la vida humana sobre el planeta Tierra.
–Desde su perspectiva, el neodesarrollismo es compatible con el liberalismo. ¿Tiene esto que ver con cierto giro en las “recetas” de los organismos internacionales como el Banco Mundial?
–Es una pregunta muy pertinente, y pongo un ejemplo clarísimo. En América latina, ¿dónde han visto algún debate, algún texto, que critique al neoinstitucionalismo económico? Pero resulta que el neoinstitucionalismo económico es la doctrina, es el corpus teórico-analítico-epistemológico que está conduciendo las transformaciones y el cambio institucional de América latina y el mundo. Los penúltimos Premios Nobel de Economía, Elinor Ostrom y Oliver Williamson, son Premios Nobel institucionalistas. Joseph Stiglitz, a quien seguramente conocen bien en la Argentina, es un Premio Nobel institucionalista. También Douglas North de 1993 o Gary Becker de 1992. El institucionalismo plantea un discurso crítico a los mercados. Hay un texto de Stiglitz que se llama “El malestar en la globalización” publicado a inicios de 2000, donde se convierte en el más duro crítico del FMI y lo acusa de cosas que nosotros desde la izquierda lo habíamos acusado ya en la década del ’80. ¡Pero resulta que entonces Stiglitz era presidente del Banco Mundial! Es decir, trabajaba en Wa-shington en la oficina de enfrente a la del FMI. Esto se explica porque tienes al Banco Mundial realizando estudios a propósito de la reactivación del Estado; hay uno de 1997 que se llama “Reconstruyendo el Estado”, en el que plantea la forma por la cual tienes que reconstruir el Estado y la institucionalidad pública. Pero también recomienda la participación ciudadana, la democracia directa, el respeto a la naturaleza, la eliminación de la flexibilización laboral, etc. Entonces, una de dos: o el Banco Mundial se hizo de izquierda, o la izquierda se hizo del Banco Mundial.
–¿Cuál es su respuesta?
–Es necesario empezar a indagar y a posicionar los debates económicos. Porque en la década de los ’80 teníamos en claro lo que significaba el Consenso de Washington y el neoliberalismo. En la versión de Friedman, de Hayek, de Von Mises o de los neoliberales criollos, como Cavallo. Ahora bien, resulta que el neoliberalismo va cambiando, va mutando; el capitalismo de 2000 no es el capitalismo de 1990, en absoluto. Por eso es que ahora acude a otros expedientes teóricos mucho más complejos, con una epistéme más interdisciplinaria. ¿Y qué hacemos nosotros en la izquierda? ¡Nos quedamos criticando el Consenso de Washington cuando el Consenso de Washington ya ha sido criticado por el mismo FMI e incluso por el Banco Mundial! Y resulta que ahora, en la década del 2010 vemos cómo los cambios teóricos se dan hacia el neoinstitucionalismo y la izquierda latinoamericana no han creado su oportunidad de debatir, analizar y discutir con el neoinstitucionalismo económico. No podemos quedarnos en los marcos epistemológicos que justifican la nueva imposición neoliberal. Por eso, nosotros hablamos de postneoliberalismo, aquí en el Ecuador, para referirnos a la etapa del cambio institucional.

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11-04-2011

La patología del lucro y el planeta desechable

Global Research


Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens


Hace algunos años en Nueva Inglaterra un grupo de ecologistas preguntó a un ejecutivo corporativo cómo podía justificar su compañía (una fábrica de papel) el vertido de sus aguas usadas sin tratar a un río cercano. El río –que la Madre Natura había tardado siglos en crear– se utilizaba como agua potable, para pescar, pasear en bote y natación. En pocos años la fábrica de papel lo había convertido en una cloaca abierta altamente tóxica.
El ejecutivo se encogió de hombros y dijo que el vertido al río era la manera más económica de eliminar los desechos de la planta. Si la compañía tuviera que absorber el coste adicional de tratar el agua, podría perder su ventaja competitiva y entonces tendría que cerrar o irse a un mercado laboral más barato, lo que llevaría a una pérdida de puestos de trabajo para la economía local.
Libre mercado sobre todo
Era un argumento familiar: a la compañía no le quedaba otra alternativa. Se veía obligada a actuar de esa manera en un mercado competitivo. El negocio de la fábrica no era proteger el medioambiente, sino obtener un beneficio, el mayor beneficio posible, la rentabilidad más elevada. El beneficio es el nombre del juego, los dirigentes lo dejaron cuando los presionarion al respecto. El propósito decisivo de los negocios es la acumulación de capital.
Para justificar su inquebrantable ansia de beneficios, EE.UU. corporativo promueve la clásica teoría del laissez-faire, que afirma que el libre mercado –una congestión de empresas no reguladas y desbocadas que persiguen todas de manera egoísta sus propios objetivos– está gobernado por una benévola “mano invisible” que produce milagrosamente resultados óptimos para todos.
Los partidarios del libre mercado tienen una fe profunda, permisiva, en el laissez-faire, porque es una fe que les resulta muy útil. Significa que no hay supervisión gubernamental, que no tienen que rendir cuentas por los desastres ecológicos que perpetran. Como codiciosos niños consentidos, son rescatados una y otra vez por el gobierno (¡qué libre mercado!), para que puedan seguir tomando riesgos irresponsables, saqueando la tierra, envenenando los mares, enfermando a comunidades enteras, devastando regiones completas y embolsando ganancias obscenas.
Este sistema corporativo de acumulación de capital trata los recursos que sustentan la vida de la Tierra (tierras arables, aguas subterráneas, zonas húmedas, follajes, bosques, pesquerías, fondos del océano, bahías, ríos, calidad del aire) como si fueran ingredientes desechables presuntamente ilimitados que se pueden consumir o envenenar a voluntad. Como BP demostró a la perfección en la catástrofe del Golfo de México las consideraciones del coste tienen un peso muy superior a las consideraciones de seguridad. Como concluyó una investigación del Congreso de EE.UU.: “Una y otra vez, se ve que BP tomó decisiones que aumentaron el riesgo de un reventón para ahorrar tiempo o dinero a la compañía”.
Por cierto, la función de la corporación transnacional no es promover una ecología sana, sino extraer tanto valor comercializable del mundo natural como sea posible, incluso si significa tratar el entorno como un tanque séptico. Un capitalismo corporativo en permanente expansión y una ecología frágil, finita, van por un camino calamitoso de colisión, hasta el punto que ponen en peligro los sistemas de apoyo de toda la ecosfera, la delgada capa de aire fresco, agua y capa vegetal de la Tierra.
No es verdad que los intereses políticos-económicos que riegen estén en un estado de negación al respecto. Mucho peor que la negación: han mostrado un antagonismo directo frente a los que piensan que nuestro planeta es más importante que sus beneficios. Por lo tanto difaman a los ecologistas como “ecoterroristas”, “Gestapo de la EPA” [EPA=Agencia de Protección Ambiental de EE.UU., N. del T.], “alarmistas del Día de la Tierra”, “abraza-árboles” y creadores de “histeria verde”.
En una enorme desviación de la ideología de libre mercado, la mayoría de las diseconomías del gran dinero se descargan sobre el público en general, incluidos los costes de eliminar desechos tóxicos, controlar la producción, eliminar efluentes industriales (que componen entre 40 y 60% de las cargas tratadas por las plantas municipanes de alcantarillado financiadas por el contribuyente), el coste de desarrollar nuevas fuentes de agua (mientras la industria y la agroindustria consumen un 80% del suministro diario de agua de la nación) y los costes de tratar la enfermedad y los desórdenes causados por toda la toxicidad creada. Mientras transfiere regularmente al gobierno muchas de esas diseconomías, el sector privado luego alardea de su rentabilidad superior en comparación con el sector público.
Los súper ricos son diferentes
¿No amenaza la salud y la supervivencia de los plutócratas corporativos el desastre ecológico tal como lo hace con nosotros, ciudadanos de a pie? Podemos comprender los motivos por los cuales los ricos corporativos pueden querer destruir las viviendas sociales, la educación pública, la seguridad social, Medicare y Medicaid. Recortes semejantes nos acercarían más a una sociedad de libre mercado desprovista de los servicios humanos “socialistas” financiados con fondos públicos que los reaccionarios ideológicos detestan, y recortes semejantes no privarían en nada a los súper ricos y sus familias. Los súper ricos tienen más que suficiente riqueza privada para procurarse cualquier servicio y protección que necesiten.
Pero el medio ambiente es algo diferente, ¿verdad? ¿No habitan los reaccionarios acaudalados y sus lobistas corporativos en el mismo planeta contaminado que todos los demás? ¿No comen los mismos alimentos plagados de químicos e inhalan el mismo aire envenenado? En realidad no viven exactamente como los demás. Viven en una realidad diferente, a menudo residen en sitios en los que el aire es mucho mejor que en áreas de bajos o medianos recursos. Tienen acceso a alimentos cultivados orgánicamente y especialmente transportados y preparados.
Los vertederos tóxicos y autopistas de la nación generalmente no están situados dentro o cerca de sus ostentosos vecindarios. De hecho, los súper ricos no viven en vecindarios propiamente tales. Usualmente viven en terrenos con muchas áreas arboladas, arroyos, praderas y sólo unas pocas calles de acceso bien controladas. Sus árboles y jardines no se fumigan con pesticidas. Las talas indiscriminadas no arrasan sus ranchos, tierras, bosques familiares, lagos y centros de vacaciones de primera.
A pesar de todo, ¿no deberían temer la amenaza de un apocalipsis ecológico provocado por el calentamiento global? ¿Quieren ver que la vida en la Tierra, incluidas sus propias vidas, se destruye? A largo plazo, ciertamente se estarán condenando ellos mismos junto con todos los demás. Sin embargo, como todos nosotros, no viven a largo plazo, sino solo en el presente. Y lo que está en juego ahora mismo para ellos es algo más cercano y más urgente que la ecología global; los beneficios globales. La suerte de la biosfera parece una abstracción remota en comparación con la suerte de las propias –y enormes– inversiones.
Con el ojo puesto en las pérdidas y ganancias, los dirigentes del gran dinero saben que cada dólar que una compañía gasta en cosas estrafalarias como la protección medioambiental es un dólar menos en ganancias. Distanciarse de combustibles fósiles y orientarse hacia la energía solar, eólica y mareomotriz podría ayudar a evitar el desastre ecológico, pero seis de las diez principales corporaciones industriales del mundo están involucradas primordialmente en la producción de petróleo, gasolina y vehículos a motor. La contaminación debida a los combustibles fósiles produce miles de millones de dólares en ingresos. Los grandes productores están convencidos de que las formas ecológicamente sustentables de producción amenazan con comprometer esas ganancias.
Las ganancias inmediatas para sí mismos son una consideración mucho más apremiante que una futura pérdida compartida por el público en general. Cada vez que uno conduce su coche, coloca su necesidad inmediata de llegar a algún sitio sobre la necesidad colectiva de evitar la contaminación del aire que respiramos todos. Lo mismo pasa con los grandes protagonistas: el coste social de convertir un bosque en un páramo tiene poco peso en comparación con la ganancia inmensa e inmediata que proviene de la recolección de la madera y del logro de un buen montón de dinero. Y siempre se puede justificar mediante la racionalización: hay muchos bosques más que la gente puede visitar; no necesita éste; la sociedad necesita madera; los leñadores necesitan trabajo, etc.
El futuro es ahora
Algunos de los mismos científicos y ecologistas que consideran que la crisis ecológica es urgente nos advierten de manera algo irritante de una catastrófica crisis climática para “finales de este siglo”. Pero hasta entonces faltan unos noventa años, cuando todos nosotros y la mayoría de nuestros hijos estemos muertos, lo que hace que el calentamiento global sea un problema mucho menos urgente.
Hay otros científicos que logran ser aún más irritantes cuando nos advierten de una crisis ecológica inminente y luego la postergan aún más. “Tendremos que dejar de pensar en términos de eones y comenzar a pensar en términos de siglos”, dijo un sabio científico citado en The New York Times en 2006. ¿Se supone que esto nos va a poner en estado de alerta? Si una catástrofe global tuviera lugar dentro de un siglo o varios siglos, ¿quién va a tomar hoy las decisiones terriblemente difíciles y costosas cuyos efectos se sentirán dentro de tanto tiempo?
A menudo nos dicen que pensemos en nuestros queridos nietos, que serán las víctimas de todo esto (un llamado hecho usualmente en un tono suplicante). Pero a la mayoría de los jóvenes a los que me dirijo en los campus universitarios les cuesta imaginar el mundo en el que sus nietos inexistentes vivirán dentro de treinta o cuarenta años.
Hay que olvidar semejantes llamados. No nos quedan siglos o generaciones, ni tampoco muchas décadas antes que llegue el desastre. La crisis ecológica no es una urgencia distante. La mayoría de los que estamos vivos en la actualidad no tendremos probablemente el lujo de decir “después de mí, el diluvio” porque todavía estaremos presentes para vivir nosotros mismos la catástrofe. Sabemos que esto es verdad porque la crisis ecológica ya nos afecta con un efecto acelerado y agravado que pronto podría ser irreversible.
La locura de la codicia
Desgraciadamente, el medio ambiente no se puede defender. Es cosa nuestra protegerlo, o lo que quede de él. Pero todo lo que quieren los súper ricos es seguir transformando la naturaleza viviente en mercancías y las mercancías en capital muerto. Los desastres ecológicos inminentes no tienen mucha importancia para los saqueadores corporativos. No tienen una medida para la naturaleza viviente.
La riqueza se hace adictiva. La fortuna abre el apetito de todavía más fortuna. No hay límite para la cantidad de dinero que alguien pueda querer acumular, impulsado por auri sacra fames, el maldito hambre de oro. Por lo tanto, los adictos al dinero se apoderan de más y más, más de lo que pueden gastar en mil vidas de ilimitada indulgencia, impulsados por lo que comienza a parecer una patología obsesiva, una monomanía que borra toda otra consideración humana.
Están más y más ligados a su riqueza que a la tierra en la que viven, más preocupados por la suerte de sus fortunas que por la suerte de la humanidad, tan poseídos por su afán de de beneficios que no ven el desastre que amenaza. Hubo una caricatura del New Yorker que mostraba a un ejecutivo corporativo parado ante un atril dirigiéndose a una reunión empresarial con estas palabras: “Y así, cuando el escenario del fin del mundo esté plagado de horrores inimaginables, creemos que el período antes del fin estará repleto de oportunidades de beneficios sin precedentes”.
No es un chiste. Hace años señalé que los que negaban la existencia del calentamiento global no cambiarían de opinión hasta que el propio Polo Norte comenzara a derretirse. (Nunca esperé que realmente comenzara a derretirse durante mi vida.) Hoy enfrentamos una fusión ártica que involucra horrendas consecuencias para las corrientes del golfo oceánicas, los niveles del agua en las costas, toda la zona templada del planeta y la producción agrícola del mundo.
Por lo tanto, ¿cómo reaccionan los capitanes de la industria y de las finanzas? Como era de esperar: como especuladores monomaníacos. Escuchan la música: aprovechar, aprovechar. Primero, el derretimiento de Ártico abrirá un paso directo al noroeste entre los dos grandes océanos, un sueño más viejo que [la expedición de] Lewis y Clark. Eso posibilitará rutas comerciales más cortas, más accesibles y menos costosas. Ya no habrá que avanzar con dificultad por el Canal de Panamá o por el Cabo de Hornos. Los costes reducidos de transporte significan más comercio y más beneficios.
Segundo: señalan alegremente que el derretimiento abre vastas nuevas reservas petrolíferas a la perforación. Podrán perforar y perforar más del mismo combustible fósil que causa precisamente la calamidad que sobreviene. Más derretimiento significa más petróleo y más beneficios; es el mantra de los libres mercaderes que piensan que el mundo solo les pertenece a ellos.
Imaginad ahora que estuviésemos todos dentro de un gran autobús que circula velozmente por una carretera que termina en una caída fatal por un profundo precipicio. ¿Qué hacen nuestros adictos a las ganancias? Corren frenéticamente por todo el pasillo, vendiéndonos almohadas contra golpes y cintos de seguridad a precios exorbitantes. Ya habían calculado esa oportunidad comercial.
Tenemos que alzarnos de nuestros asientos, colocarlos rápidamente bajo supervisión adulta, correr al frente del autobús, apartar rápidamente al conductor, agarrar el volante, reducir la velocidad del autobús y dar media vuelta. No es fácil, pero todavía puede ser posible. En mi caso, es un sueño recurrente.
© Copyright Michael Parenti, Truthout, 2011 

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