domingo, 4 de noviembre de 2012

La democracia y las Luchas por la Justicia Social

La democracia y las Luchas por la Justicia Social

Cliff Durand
traducción por Otto Begus
Morgan University
Julio 2004

Hoy casi todo el mundo está a favor de la democracia. Casi todas las medidas tomadas por nuestro gobierno, ya sean de política externa o interna, son legitimadas invocando el término ‘democracia’: ya sea la invasión de otro país, ya sea la privatización del sistema de bienestar social (social security). Igualmente, en el mercado económico, tildado a menudo ‘democrático’, los consumidores ‘votan’ sus preferencias con sus dólares. De la misma manera, se ha sostenido que el crecimiento en el número de propietarios de acciones y valores por medio de sistemas de pension y Cuentas individuales de jubilación (IRAs—Individual Retirement Accounts) representa la democratización del capitalismo. También se habla de la oportunidad para la mobilidad social ascendente como democrática. Hasta las cadenas de comida rápida que te dejan tener tu hamburguesa a tu manera sugieren que tal libretad de elección es democrática. Parece que estos días todo está siendo comercializado como ‘democrático”. Es decir, es un concepto al que se le ha dado un uso indebido.

Así que, ¿qué exactamente es la democracia? La realidad es que democracia es un concepto disputado en su esencia. Es un término que contiene definiciones que difieren y compiten entre sí, y que sugieren diferentes construcciones de la realidad. Un concepto tan reñido presupone supuestos implícitos y funciona como un concepto ideológico que legitima diferentes prácticas sociales y relaciones de poder. Lo que me gustaría hacer es desempacar parte del contenido teórico y político de este tan rebatido concepto.

Específicamente, quiero separar dos de los principales y reñidos significados de la democracia que están en uso corriente hoy en día. Uno es el concepto de la democracia popular o participativa, el otro es la democracia elitista. El primero es la idea clásica sugerida en el griego original el cual se refería al mando o poder, cratos, del pueblo, demos. En este sentido, ‘democracia’quiere decir poder del pueblo.

Pero en el mundo contemporáneo, ‘democracia’ ha venido a querer decir el mando por una élite política siempre y cuando haya sido elegida por voto popular. Al presentar este concepto rival de esta manera, no estoy simplemente cargando los dados en su contra. De hecho, estoy meramente reflejando la manera en que lo entienden aquellos que abogan por este significado. Una teoría elitista de la democracia se ha convertido en la idea canónica entere los politólogos (political scientists), políticos, periodistas y otros formadores de la opinión pública estadounidenses. Para ellos, la ‘democracia’ quiere decir la selecciòn de conductores políticos (decision-makers, lit. “tomadores de decisiones”) entre elites rivales por medio de elecciones populares. En su mayoría, aceptan la definición de Schumpeter de la ‘democracia’ como “ese arreglo institucional para llegar a decisiones políticas en el cual los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha competitiva por el voto del pueblo”. Como lo puso él, el papel del pueblo es simplemente producir un gobierno. El pueblo es soberano sólo el día de las elecciones. Una vez que hicieron ese trabajo, deben regresar a sus asuntos privados y dejar el gobierno a la élite que escogieron.

El pensador francés del siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau, tenía un concepto diferente. De hecho, anticipándosele a Schumpeter, el atacó esta idea con las siguientes palabras:

“La nación inglesa se cree libre, pero está muy equivocada, porque es sólo libre durante la elección de los miembros del Parlamento. Tan pronto como son elegidos, es esclavizada y cuenta para nada. El uso que hace de la libertad en breves momentos, hace bien merecida su pérdida de ella” (J.-J. Rousseau, El contrato social, libro III, capítulo XV).

Para Rousseau, la soberanía no es enajenable. Sólo esas leyes ratificadas por el pueblo mismo son válidas. Este punto, al que regresaremos más adelante, es la médula del concepto popular de la democracia.

Teóricos elitistas, sin embargo, son muy sospechosos de las capacidades de los ciudadanos ordinarios de participar en la toma de decisiones. El retrato que hace Schumpeter del hombre ordinario es poco halagueño. Estas son unas cuantas de las características de ese hombre, de acuerdo a Schumpeter:

— Le presta más atención a su vida privada que a los asuntos de la vida pública, aún aquellos de su localidad que tocan su vida más directamente. “Normalmente, las grandes cuestiones políticas se clasifican en la economía síquica del ciudadano típico en el mismo nivel con aquellos intereses de las horas de recreo que todavía no han alcanzado la categoría de pasatiempos y con los temas de conversaciones poco serias” (Joseph A. Schumpeter, Capitalism, Socialism, Democracy, Harper and Row, 1975, pág. 261).

— Está mal informado: “la ignorancia del ciudadano promedio y su carencia de buen juicio en cuestiones de política interna y externa… [aún] en el caso de la gente educada” (íbid., pág. 262).

— No es racional en su pensar sobre materias políticas: “El ciudadano típico discute y analiza de una manera que él mismo reconocería como infantil en aquellas cuestiones que caen dentro de la esfera de sus intereses reales…. Su pensamiento se torna asociativo y afectivo” (íbid., pág. 262).

— Como consecuencia lógica, Schumpeter considera que la voluntad popular es fácilmente manipulable: una voluntad manufacturada es como la llama. “La voluntad del pueblo es el producto y no la fuerza motriz del proceso político…. Los temas y la voluntad popular sobre cualquier tema son … manufacturados” (íbid., pág. 263).

Es por esta visión negativa del ciudadano que Schumpeter limita el rol de éste a la producción de un gobierno. Puede preguntarse uno: dadas las que él considera debilidades de la ‘naturaleza humana’, ¿por qué le confiaría aún éso a la ciudadanía? En todo caso, mientras más pronto pueda pasar el poder politico a la elite, quienes supuestamente son inmunes a esas debilidades, mejor. La democracia es por tanto y simplemente el orden institucional para llevar a cabo esa tranferencia por medio de un tipo muy limitado de consenso.

La teoría elitista de la democracia se inspira fuertemente [draws heavily] en los teóricos sociales italianos de principios del siglo XX, Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto, así como también Roberto Michels. El pueblo masificado de Mosca necesitaba el mando de una elite. Lo más que presiones populares podrían alcanzar sería el reemplazo de una élite por otra, una ‘circulación de elites’, como Pareto lo llamó. Está claro, mantenía Michels, que un acceso democrático desde abajo solo produciría nuevos líderes quienes necesariamente se convertirían en nuevos gobernantes. Existe una ‘ley de hierro de la oligarquía’ que gobierna toda vida organizada, dice Michels.

Hay mucho en el retrato que Schumpeter hace del ciudadano que es descriptivamente cierto sobre los Estados Unidos de hoy en día. Los ciudadanos se hallan absortos en las preocupaciones de la vida privada, descomprometidos con la política, y fácilmente manipulados cuando actúan políticamente. Pero lo que debemos preguntarnos es si esto es un hecho natural de la naturaleza humana o si es en vez un producto del orden político. Una aseveración que se encuentra en todos estos teóricos de élite es que existe una ley natural que requiere el mando de elites. Ya sea expresado como la ‘naturaleza humana’ o como inherente a la amorfidad de una masa o como una tendencia sociológica de organización, se tiene un sentido fatalista de lo inevitable que se nos pide que aceptemos como tal. Hacer de otra manera sería como tratar de rechazar la ley de la gravedad.

Esta naturalización de un hecho social es una señal de identificación de lo que es una ideología: Es decir, el uso de un conjunto de ideas para influenciar el comportamiento humano, en este caso la aceptación de una relación de poder existente en vez de luchar para cambiarla. Por ejemplo, si tomamos el retrato denigrante dibujado por Schumpeter como correcto, y a menudo lo es, debemos entonces preguntarnos: ¿cómo fue que ésto acaeció? Mientras que él lo presenta como la ‘naturaleza humana’, sin embargo él también reconoce que la voluntad política es manufacturada. Pero no se pregunta quién es que la está manipulando. Tampoco considera cómo el ciudadano puede ser mejor protegido de tal manipulación por las elites. Él no toma en cuenta lo qué se necesitaría @ ÏÏð8@ra atraer la atención de los ciudadanos a los asuntos públicos o cómo sus capacidades para la discusión y juicio racionales podrían ser más completamente desarrolladas. En lugar de eso, él se dedica a poner los asuntos de estado en manos de esa misma élite que, en primer lugar, hizo incompetentes a los ciudadanos y que, por lo tanto, tienen un interés en mantenerlos de esa manera. En suma, Schumpeter presenta como una teoría científica y objetiva lo que es en realidad una justificación ideológica para la dominación ejercida por elites.

La identificación de la democracia con un conjunto de procedimientos institucionalizados para seleccionar líderes ha sido llamado ‘poliarquía’ por el politólogo Robert Dahl. Es un concepto formal en vez de participativo. La poliarquía es simplemente la selección de líderes entre elites competitivas en elecciones multipartidistas. Bajo este concepto de democracia, el término simplemente quiere decir, en las palabras de Schumpeter, “que el pueblo tiene la oportunidad de aceptar o rechazar a los hombres que han de mandarlos” (íbid., pág. 285). Efectivamente, la poliarquía define a la democracia en los términos del sistema político de los Estados Unidos, de este modo eliminando la pregunta sobre si los Estados Unidos son democráticos o no. Desde luego, los Estados Uniodos se convierten en el modelo de la democracia: los Estados Unidos como la democracia actualmente existente. Así, el concepto descriptivo de poliarquía se convierte en la norma prescriptiva de democracia.

La “ley de hierro de la oligarquía” de Roberto Michels es a menudo señalada por aquellos que sostienen que el mando ejercido por elites es inevitable y que por tanto debe ser aceptado en vez de resistido. Pero en realidad Michels sólo descubre una tendencia oligárquica, al mismo tiempo notando una contracorriente democrática. Escuchen lo que dice en este último párrafo de su libro:

“Las corrientes democráticas en la historia semejan olas sucesivas. Siempre chocan contra el mismo bajío. Siempre se renuevan. Este duradero espectáculo es simultaneamente alentador y deprimente. Cuando las democracias han logrado llegar a una cierta etapa de desarrollo, sufren una transformación gradual, adoptando el espíritu aristocrático y en muchos casos también formas aristocráticas contra las cuales luchan ferozmente al comienzo. Entonces, nuevos acusadores surgen y denuncian a los traidores; después de una era de gloriosos combates e ignominioso poder, acaban fusionándose con la vieja clase dominante, en donde, una vez más, son a su vez atacados por nuevos opositores quienes recurren al nombre de la democracia. Es probable que este juego cruel continúe sin fin” (Roberto Michels, Political Parties: A Sociological Study of the Oligarchical Tendencies of Modern Democracy, Crowell-Collier Pub., 1962, pág. 371).

Si la oligarquía es inevitable, lo son también las oleadas democráticas contra el mando de elites. Esto es una de las causas del pesimismo sólo si uno piensa que la democracia es parte de una condición política estática y fija que no necesita de una participación constante. En realidad, requiere lucha.

Fuimos testigos de una oleada democrática en los Estados Unidos en los 1960. Esa década de intensificada participación política, protesta social y compromiso (commitment) ciudadano en los asuntos públicos fue uno de esos momentos democráticos de nuestra historia. Los movimientos sociales hicieron demandas a las elites gobernantes, demandas por igualdad racial, por la paz, por la justicia social, exigencias de que las instituciones del gobierno fuesen dirigidas a la resolución (address) de los problemas sociales urgentes. El espíritu de compromiso ciudadano fue articulado en el llamado por una democracia más participativa. Así fue expresado por los Estudiantes por una sociedad democrática (Students for a Democratic Society-SDS):

“Como sistema social buscamos el establecimiento de una democracia de participación individual, gobernada por dos objetivos centrales: que el individuo comparta en esas decisiones sociales que determinan la calidad y dirección de su vida; [y] que la sociedad sea organizada para promover la independencia en los hombres y provea los medios para su participación en común” (SDS, The Port Huron Statement, 1964).

Ésto es un concepto de democracia fundamentalmente distinto, uno que resuena desde valores americanos profundamente asidos. En vez de ver a los ciudadanos como sujetos pasivos a ser gobernados por elites, advoca su participación activa en todas esas decisiones que afectan sus vidas. Ésto se extiende no sólo al gobierno, sino también a la educación, el trabajo, la familia, las vecindades: Todas esas esferas, públicas así como privadas, en las cuales vivimos nuestras vidas diarias. Es un llamado a que todas las instituciones de la sociedad sean más democráticamente participativas.

Ahora bien, es instructivo observar la respuesta de la élite política a este aumento de la democracia popular. ¿Le dieron la bienvenida al anhelo de la ciudadanía de hacerse responsables de sus vidas? No, le tuvieron miedo. Lo llamaron “una crisis de la democracia”, “un exceso de democracia” que estaba haciendo a la sociedad “ingobernable”: es decir, ya no estaba más bajo el control de elites.

No bromeo. Ésas fueron las mismas palabras de un influyente reporte de 1975 por una comisión especial autorizada (blue-ribbon commission) de científicos sociales a la Comisión Trilateral. Le echó un duro vistazo a lo que consideraba un creciente problema de gobernabilidad en América del Norte, Europa y Japón—la tríada del capitalismo avanzado. Con el título, “La crisis de la democracia”, los Estados Unidos fueron analizados por Samuel P. Huntington, el “decano” de las ciencias políticas estadounidenses y frecuente consultor para ministerios del gobierno federal. Lo que Huntington vio fue un cierto tipo de “malestar democrático” (democratic distemper) en el que el pueblo demandaba más del gobierno y al mismo tiempo cuestionaba la autoridad ya establecida. “La gente ya no sentía la misma obligación hacia aquellos a quienes habían considerado previamente como sus superiores en edad, rango, posición, carácter o talento” (Michel Crozier, Samuel P. Huntington, Joji Watanuki, The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission, New York University Press, 1975, pág. 75). El gobierno estaba “sobrecargado” por las demandas populares que se le habían impuesto. En un momento de desacostumbrada sinceridad, Huntington dice: “La gestión eficaz de un sistema político democrático requiere un cierto grado de apatía y de no participación (noninvolvement) de parte de algunos individuos y grupos” (íbid., pág. 114). Cuando demasiada gente participa demasiado, hay una “avería en la democracia (breakdown of democracy)”.

Huntington reconoce que un poquito de democracia puede ser peligroso. Con la poliarquía la élite otorga al pueblo el derecho a votar. El peligro está en que éso puede llevar al pueblo a pensar que debería estar haciendo las decisiones también. Huntington atribuye el “malestar de la democracia” a una periódica “pasión debido a [sus] creencias fundamentales” (creedal passion) que aflige al electorado. Éso ocurre cuando la gente se deja llevar por sus valores democráticos hasta el punto de querer participar de verdad (actually) en la toma de decisiones. Por supuesto, eso es un peligro sólo para las elites que se han reservado ese papel para sí mismas.

Lo que “la avería de la democracia” resulta siendo al fin y al cabo es una pérdida de control social por una élite incapaz de contener la participación popular dentro de los parámetros controlados y seguros de la política electoral. La “crisis de la democracia” es en realidad la crisis de la poliarquía. Como dijo un comentarista canadiense “toda ladiscusión sobre gobernabilidad … ¡es sólo la inquietud de una élite intranquila por su posición declinante en la sociedad!” (íbid., pág. 206).

Lo que preocupa a Huntington y a otros defensores de la poliarquía con respecto a la “avería de la democracia” era en realidad una ruptura en el control social ejercido por las elites. La poliarquía considera la estabilidad como un valor social fundamental, es decir, siempre y cuando sea un mando estable por una élite. Como dice Huntington en otro lugar: “El mantenimiento de la política democrática [es decir, poliárchica] y la reconstrucción del orden social [es decir, cambio social popular] son fundamentalmente incompatibles” (“The Modest Meaning of Democracy,” in Robert A. Pastor, Democracy in the Americas: Stopping the Pendulum, Holmes and Meier, 1989, pág. 24). En otras palabras, la democracia no tiene nada que ver con una voluntad popular que dirija el curso de sus asuntos en común, sino más bien con la contención de esa voluntad sujeta al control de una élite.

Esta preocupación con control por elites en la vida política americana se remonta a su comienzo. Se puede notar en el temor que James Madison le tenía a una democracia del hombre ordinario. Viviendo en una sociedad ya dividida entre clases acaudaladas (propertied) y aquellas con poca o ninguna propiedad, el principal arquitecto de nuestra constitución buscó la manera de darle forma a instituciones políticas 1) por medio de las cuales los intereses de la clase dirigente serían protegidos, 2) que no le permitiría a la multitud prevalecer en esas cosas en que se podrían lastimar los derechos de otros, en particular los derechos de propiedad de los ricos. Déjenme citar de sus Ensayos federalistas el # 10:

“Las democracias han sido siempre … incompatibles con … los derechos a la propiedad…. El interés de [in] una mayoría tiene que ser impedido … [porque podría amenazar] la destribución desigual de la propiedad. Aquellos que tienen y aquellos que no tienen propiedad han siempre formado dos intereses distintos en la sociedad … y [se] dividen en dos clases diferentes” [énfasis añadido por el autor].

Los “Padres fundadores” (The Founding Fathers) que se reunieron en 1787 fueron accionados [moved] por lo que un delegado llamó “el exceso de la democracia” representado en los reclamos y peticiones [demands] de los deudos, así como de pequeños terratenientes y mecánicos sujetos a impuestos elevados. Otro [de los “fundadores”] protestó porque las cosas se habían tornado “demasiado democráticas”. Y así, esta asamblea de comerciantes, esclavistas y manufactureros se decidió “a crear una unión más perfecta”. En realidad, la Convención Constitucional vino a ser una conspiración de las clases adineradas para crear un sistema de gobierno federal lo suficientemente fuerte para protegerles de las clases populares, pero al mismo tiempo lo suficientemente débil para que no se convirtiese en un peligro a sus intereses. La Constitución fue el documento fundacional de nuestra poliarquía.

En sistema político tal, ¿qué es la democracia? No se le encuentra en las funciones ordinarias de las instituciones políticas en donde la voluntad de la mayoría está efectivamente “impedida”, como lo dijo Hamilton. Éso es una poliarquía. La democracia se encuentra más bien en esos momentos históricos cuando las clases populares irrumpen a través de las barreras a su participación para así formar la política pública de acuerdo a sus intereses. Son las luchas populares de los movimientos sociales por la justicia social los que definen la democracia en las sociedaded divididas en clases. La democracia está en las calles, no en las salas del congreso.

En tales sociedades la función del gobierno es mantener “la paz doméstica y la tranquilidad”. Es decir, su función es asegurar la estabilidad social la cual, en una sociedad dividida en clases, inevitablemente quiere decir preservar las relaciones desiguales de clase existentes. Como lo indicó el filósofo contemporáneo Milton Fisk: “Preeminente entre los objetivos que el mando ha de promover es la reproducción de la economía… [para] que la clase socialmente dominante retenga su dominio” (Milton Fisk, The State and Justice: An Essay in Political Theory, Cambridge University Press, 1989, pág.12).

Al mismo tiempo, el estado tiene que ceder [concede], hasta un cierto punto, a las demandas populares para ganarse el consentimiento de los gobernados. La alternativa sería gobernar a pura coerción. Ya en los tiempos de Aristóteles se reconocía que el mando tenía que que ser vinculado a la justicia. Ésta es una condición de gobernabilidad. El mando tiene por tanto que adoptar la forma de la justicia. Pero las demandas populares por que se haga justicia pueden exceder lo que los gobernantes consideran consecuente con la función básica del gobierno de reproducir la economía, protegiendo de esa el orden social desigual existente. Es ahí cuando la élite tiene una crisis de gobernabilidad y se queja de que hay un exceso de democracia. La justicia social desde abajo siempre presiona contra los límites impuestos por la justicia oficial desde arriba. Qué tan duro presiona depende de qué tan activas están las clases populares en su lucha. Es decir, depende de cuánta democracia haya en un momento dado. Las elites no pueden aguantar demasiada democracia; el pueblo siempre quiere más.

Pero hay más a esta relación entre el gobierno y la sociedad. Teóricos políticos acostumbran a distinguir entre el estado (o la esfera política) y la sociedad civil. Sociedad civil consiste de todas esas relaciones sociales consensuales de los ciudadanos entre sí, desde los sindicatos, partidos políticos y asociaciones voluntarias hasta la familia. Desde los tiempos de Tocqueville, se ha reconocido que la vitalidad de las asociaciones es esencial para que una democracia sea saludable; es la sociedad civil la que vincula el gobierno con los ciudadanos y obliga al primero a ser responsable por sus acciones. En efecto, el estado se vuelve una extensión de la sociedad civil en el sentido que él representa a ésta. En última instancia, el poder radica en la sociedad civil. Eso es lo que la soberanía del pueblo quiere decir. Ese es por lo menos el ideal democrático.

En la poliarquía, sin embargo, la sociedad civil se convierte en una extensión del estado. Es decir, es por medio de la penetración de la sociedad civil [por el estado] que la élite acumula para sí el consenso del pueblo bajo su mando y de esa manera logra la gobernabilidad. Esta idea del estado extendido es la clave para la interpretación que hace Gramsci de la hegemonía. Hegemonía se refiere a la dominación consensual por una élite que de esa manera obtiene la aceptación de la legitimidad de su mando. El mando eficaz no puede ser meramente “desde arriba”. Depende en la estructuración de la sociedad civil allá abajo para así sostener al estado. La poliarquía entonces concierne el mando ejercido por elites por medio de la extensión del estado hacia la sociedad civil. La democracia popular, al contrario, concierne la extensión de una sociedad civil autónoma hacia el estado (compárese con la formulación de Robinson, op. cit., pág. 58).

Es esta concepción la que ha guiado los esfuerzos de los Estados Unidos en promover la democracia por el mundo. Aliándose con elites amigas y modelando la ‘democracia’ en base a su propio sistema político, lo que los Estados Unidos han estado fomentando es en realidad la poliarquía. En las dos últimas décadas, una de las principales características de la política exterior de los Estados Unidos en el Tercer Mundo, así como en el previo Segundo Mundo de Europa Oriental y Rusia, ha sido el dar ayuda para el desarrollo político. Esto ha implicado magnos esfuerzos para el fomento de la sociedad civil. Pero este desarrollo de la sociedad civil ha sido ajustado al fomento de líderes, organizaciones y valores que apoyen los intereses de los Estados Unidos. Ha buscado obstaculizar el cambio social que venga de movimientos sociales populares. Como el sociólogo William Robinson ha mantenido en su penetrante libro, Promoting Polyarchy,

“El ‘fomento de la democracia’ por los E.E.U.U., como de verdad funciona, pone en marcha no sólo la estabilización y afianzamiento de sistemas poliárquicos basados en elites, sino que además busca la penetración a fondo por los Estados Unidos y las elites locales de la sociedad civil, y desde allí asegurarse para sí el control sobre las mobilizaciones populares y los movimientos de masas” (William I. Robinson, Promoting Polyarchy: Globalization, US Intervention, and Hegemony, Oxford University Press, 1996, pág. 69).

Es a través de esta penetración de la sociedad civil por las elites que se asegura la estabilidad social dentro y fuera del país. El fomento de la poliarquía podría ser llamado con más precisión la prevención de la democracia, i.e., la prevención de la democracia popular.

Una de las cosas claves que las elites poliárquicas buscan proteger ante la democracia popular es el poder económico. No son solamente el poder político y los privilegios de una élite los que deben ser protegidos; es la propiedad de la clase capitalista cuyos intereses tienen que ser servidos. ¿Por qué es así? No es tan sólo que las figuras políticas requieran de grandes sumas de dinero de parte de partidarios ricos para poder alcanzar un puesto electoral, aunque eso es verdad. Más fundamentalmente, es porque los intereses del capital mandan en una sociedad donde ellos son dueños de los recursos productivos de la sociedad y en cuyos intereses todos los demás son dependientes para su sustento. Eso es lo que se quiere decir por clase dirigente. Los intereses del capital mandan y los intereses de todas las otras clases dependientes pueden ser satisfechos sólo si los intereses del capital son satisfechos. Es por eso que las elites gobernantes tienen que actuar para proteger y promover los intereses del capital si ellos han de cumplir su función de mantener el orden social.

Aunque existe esta conexión entre las esferas económica y política en el capitalismo, son al mismo tiempo esferas distintas [separate]. Los capitalistas no gobiernan como tales. En este respecto, el capitalismo es diferente a previas formaciones sociales, como el feudalismo por ejemplo. En el feudalismo, los poderes económico y político fueron combinados en la misma ‘clase’: la nobleza. En el capitalismo éstos poderes están separados.

La separación de la esfera económica de la esfera política en la sociedad capitalista tiene consequencias de largo alcance. Por un lado, ha hecho posible la igualdad de todos los ciudadanos sin importar raza, género, clase u otras características sociales. Esta nivelación formal individualiza a los ciudadanos y separa a la ciudadanía de cualquier identidad social o comunal. Éso es lo que lo hace democrático. Pero al mismo tiempo, también desautoriza [disempowers] a los ciudadanos como tales de cualquier control real sobre su destino económico y sobre la habilidad del capital de apropiar plusvalor del trabajo de los trabajadores. De este modo, la democracia es limitada por la separación de las esferas política. y económica. En la sociedad feudal, estas esferas estaban unidas. El poder político de la nobleza le permitía extraer valor de los plebeyos quienes eran excluídos de la participación política. Al desenganchar la esfera económica, el capitalismo es capaz de extender los derechos de ciudadanía a los plebeyos y al mismo tiempo negarles poder económico. “Así que el capitalismo hizo posible la concepción de una ‘democracia formal’, una especie de igualdad civil la cual podría coexistir con la desigualdad social, y dejar las relaciones económicas … en su sitio” (Ellen Meiksins Wood, Democracy Against Capitalism, Cambridge University Press, 1995, págs. 208-213).

Es esta separación lo que la democracia popular amenaza con suprimir [breach]. Los intereses de las clases populares están en conflicto con los intereses del capital. Como consecuencia, los movimientos sociales probablemente usarían el poder popular que ellos creasen contra el poder económico del capital. Hasta peticiones modestas que buscan limitar los efectos negativos del mercado en las vidas de la gente y en nombre de la justicia social, le pueden parecer inaceptablemente radicales al capital y a las elites que lo representan. Esos reclamos son vistos como un exceso de democracia.

Una expresión en la actualidad de la democracia popular es el movimiento por la justicia global. Ejemplifica de nuevo nuestro punto. Ya sean bolivianos protestando en contra de la privatización del agua, ya sean campesinos mexicanos protestando en contra del maiz subsidiado de los E.E.U.U., ya sean manifestantes en contra de la OMC en Cancún, estos movimientos sociales buscan proteger los intereses de las clases populares y las comunidades ante el capitalismo global que se expande [expanding global capitalism] y ante las corporaciones transnacionales que los despojan. Éstos movimientos debilitan la hegemonía de las elites y el capital transnacional que ellas representan. A ésto es que se parece la democracia: la democracia popular.

Con todo, la democracia popular tiene que ser más que ésto. Tiene que ser más que una protesta contra las políticas de la élite o una interrupción [disruption] de las instituciones por medio de las cuales gobiernan. Es éste el comienzo de la formación de una sociedad civil autónoma, de una contra-hegemonía desde abajo; pero en la medida en que la poliarquía se mantenga, el poder para hacer las grandes decisiones seguirá con las elites. En tal caso, las fuerzas populares podrán lograr obligar a las elites a buscar lugares más seguros para sus reuniones, y a escala mundial quince millones protestarán contra las guerras, pero las elites todavían tendrán el poder para decidir e imponer sus decisiones sobre el resto de nosotros. Podremos afectar las decisiones de las elites en los márgenes, estableciendo quizás límites de fecha y lugar, pero sin alterar el curso impuesto por ellas.

La democracia popular tiene que ser más que ésto si ha de realizar los valores sugeridos por la palabra original griega que quiere decir mando o poder, cratos, de el pueblo, demos. La democracia quiere decir poder popular. Quiere decir participación en las decisiones que afectan la vida de uno, como lo dijo la Nueva izquierda en los 1960. Es la anticipación [vision] de la participación popular en la toma de decisiones colectivas sobre la acción colectiva para el bien común. Todavía no tenemos una teoría, un programa, o una estrategia para hacer realidad este ideal [vision]. Pero por medio de la acción colectiva de los movimientos sociales tenemos la sensación de que tal mundo es posible. Hemos tomado conciencia de nuestra interconexión, no sólo a nivel personal, sino también a nivel social y hasta global. Ésto nos crea un interés común, así como nos facilita la posibilidad de encontrar un bien común. Y como veremos la próxima semana, ese bien común puede ser hecho realidad sólo a través de la acción colectiva. Las decisiones individualizadas que operan en el mercado nos fragmentan en consumidores impotentes. El proyecto neoliberal nos masifica, haciendo de nosotros objetos pasivos de la élite poliárquica. Las luchas por la justicia social de los movimientos sociales actuales son los dolores del parto de una nueva democracia participativa que emergerá del vientre de nuestro mundo actual.

2 comentarios:

  1. La pregunta es cómo se puede determinar los resultados que deben lograr mediante la democracia popular? Significa que si ese pueblo logra establecer la democracia popular ya no habrán élites que gobiernen y terminen haciendo lo que quieres, que es lo que se critica a la actual poliarquía? Espero una respuesta a manueljparedesc@gmail.com

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  2. Los resultados no se pueden determinar, pero si que sean o contengan más el fruto de las necesidades, los deseos y los sueños de los sectores populares que no sólo ven socavada esta posibilidad, con la actual democracia de urna, sino que los gobiernos hacen a veces todo lo contrario a lo necesario para la plena expresión y encarnación de la dignidad.
    Puede ser que si hay una democracia popular no haya más poliarqía, aunque eso no es lo importa ahora, sino poder trabajar por ejercitar formas de democracia populares y directas aun cuando exista la otra.

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