lunes, 12 de noviembre de 2012

Martín Caparrós: País Calesita

País Calesita
6
Hay algo milagroso en el hecho de que cientos de miles de personas, sin órdenes ni jefes, sin estructuras ni organizaciones, coincidan en un lugar y en un momento. Porque fue tan anunciada, la multitud de este jueves no nos sorprendió, nos pareció casi normal: no lo es; sucede muy de cuando en cuando, y la cantidad de elementos que deben confluir para que suceda es inimaginable. Pero saber que es muy extraordinario no alcanza para explicar nada.
Hay hechos que se explican a sí mismos. Hay otros que son el trampolín de chorros de interpretaciones. Es raro que cientos de miles de personas en la calle sean materia tan fértil, tan maleable de interpretación. Es raro: en general, cientos de miles de personas en la calle son un mensaje más o menos claro. Pero este jueves las calles estaban llenas de incógnitas: nadie sabe todavía cuántos fueron, nadie sabe bien quiénes fueron, nadie sabe del todo qué querían.
Se sabe que fueron muchísimos, se sabe que fueron mayormente clase media –pero la clase media es un concepto vago y amplio–, se sabe que no querían ciertas cosas. Y el resto es tema de debate.
El gobierno aporta su versión, en dos opciones: trata de convencernos de que los movilizados del jueves 8 eran: o bien nada –un balbuceo confuso de damas del Socorro– o bien la amenaza aterradora de la horda multitudinaria ultraderechista racista videlista golpista magnettista desbocada. Es raro que digan lo uno y lo otro: alguien debería poner orden y elegir. La que podría ponerlo simula que aquí no pasó nada: habla de China. Pero se deslizó, en medio de tanto desdén de cotillón, un pequeño momento de verdad, un destellito. La señora presidenta los suele producir, últimamente, con su tendencia al lapsus linguae. Le reprochan que miente y, en realidad, cada vez se le escapan más verdades: como cuando dijo, hace semanas, que este país era jauja porque “cualquiera” se podría comprar dos millones de dólares sin decir para qué. Ahora, el propio jueves, lo que dijo fue bastante claro: sin que viniera a cuento, se le ocurrió recordar que su marido –el de los dos millones– solía decirle que “en los peores momentos es cuando se conoce a los dirigentes”. O sea: que como sin querer le puso a este momento el adjetivo.
Mientras, la(s) oposicion(es) también tratan de aportar su mirada. Que es, antes que nada, tan lejana: no pudieron ir a mirar de cerca. Fue curioso: durante los días previos, muchos de ellos insistieron en que no irían porque su presencia podría “desnaturalizar”, “enturbiar”, “manchar” la marcha. Que ellos mismos calificaran en esos términos su propia presencia es elocuente: a confesión de partes. Supongo que se dan cuenta de que es grave –para ellos–: si yo fuera un líder opositor a este gobierno andaría llorando por los rincones. Que miles y miles de personas se manifiesten en contra de este gobierno y yo, que quiero liderarlos, no pueda acompañarlos debe ser tan deprimente: no hay peor signo del fracaso que tener que apartarte de esos que supuestamente son los tuyos.
Que llevaban, en cantidades industriales, banderas y banderines y banderolas argentinas: casi solo banderas argentinas. Como si tener ideas propias, marcar diferencias, fuera un atentado contra vaya a saber qué idea de la unidad. Como si, para ocupar con legitimidad la calle, hubiera que empezar por garantizar que uno no tiene una identidad política o ideológica.
Porque, una vez más, esta marcha se legitimó por ser supuestamente “apolítica” –queriendo significar apartidaria. Y, arriadas las banderas de cada quien, las que sobrevivieron junto con las patrias fueron ciertas reivindicaciones básicas, comunes. Los cientos de miles acordaban en pedir varias cosas, y eran cosas de lo más razonables. Nadie estaría en contra de que haya menos crímenes, o menos corrupción, o menos miedo, o menos concentración del poder, o menos pobreza, o menos manipulación de la justicia. Nadie, ni siquiera los que lo causan o provocan.
Pero una cosa es reclamar contra ciertos males, y muy otra ponerse de acuerdo en cómo se corrigen. El reclamo es prepolítico –o, quizá, protopolítico. Se vuelve político cuando deja de ser puro reclamo y se convierte en la búsqueda común de soluciones: en cierto acuerdo sobre esas formas de solucionar problemas que solemos llamar un proyecto, un programa, ideas del mundo. Y de eso el jueves no había, o había demasiados: entre los cientos de miles circulaban, seguro, ideas muy diversas –ideas, incluso, contrarias– al respecto. Los cientos de miles estaban de acuerdo en contra; no lo estarían a favor.
Por eso, la identidad posible –pequeña– de la marcha: se la presentó como una manifestación contra el gobierno. Lo fue, sin duda, pero creo que fue también, en gran medida, una marcha contra el sistema de representación política, la famosa democracia de delegación. Cientos de miles dijeron que no le creían a sus representantes en el Estado –caminaron contra ellos– ni a sus representantes en la oposición –no los dejaron caminar con ellos.
(Por eso el gobierno y sus oposiciones encontraron otro punto de acuerdo: que tiene que aparecer un líder que encauce todo este malestar, que los convenza de que los representa: que los haga volver a casa y mirar el partido por la tele. A los políticos, a los poderes en general, les preocupa que la política esté en la calle. Aunque sea confusa, aunque sea prepolítica, aunque sea, incluso, levemente dama del Socorro: la política en la calle siempre tiene algo incontrolable, preocupante para los que trabajan de manejarlo todo.)
Para muchos –en la calle y fuera de la calle–, el diagnóstico volvió a estar claro: el sistema político argentino no funciona. Nos pareció evidente hace diez años; no supimos qué hacer con esa convicción y aceptamos -muchos aceptaron- la versión K del peronismo, que venía con mucha soja y algun aditamento de derechos humanos de otros tiempos.
Ahora, su fracaso en el manejo del país –sus errores constantes, sus alardes bobos, sus engaños– reaviva el viejo diagnóstico: “los políticos” –en general– no sirven, no saben hacer lo que dicen que hacen. Pero seguimos sin encontrar un tratamiento: sin saber con qué reemplazarlos. Insistiendo en el lugar común de que “los políticos” son un desastre pero esperando que aparezca uno que no lo sea. Otra vez estamos a disposición de cualquier aventurero, solo que no hay siquiera aventureros. Tampoco parecía haberlos en abril 2003, cuando las elecciones –y aquí estamos.
Pero, insisto: el rechazo actual de la representación se parece mucho al rechazo que había hace diez años, y tiñe la percepción general de cómo estamos. No digo que la situación sea la misma: es obvio que el nivel de crisis económica y social de entonces era tanto mayor. Pero hay otros datos y, sobre todo, una sensación muy generalizada: que siempre volvemos adonde estuvimos. Como quien sufre un destino circular, vicioso.
La afirmación se puede sostener con una descripción del largo plazo: hace cien años algunos habitantes de la Argentina agropecuaria próspera de entonces pensaron la posibilidad de un país que no solo exportara los productos del campo, y empezaron a construir industrias. La historia del siglo XX argentino es la historia de ese intento. Ahora, un siglo más tarde, está claro que fracasó, que hemos vuelto a vivir de los productos de la tierra, de las materias primas: de lo mismo que hace cien años.
Y, en un plazo largo pero no tan largo: el peronismo una y mil veces, sus setenta años y ese lugar común que dice que no hay otro que pueda gobernar. Un caso clásico de profecía autocumplida: como todos creen que el único que puede gobernar es el peronismo, los que quieren gobernar se acercan al peronismo, entonces nadie gobierna si no se acerca al peronismo. Otro círculo vicioso, muy vicioso: otra forma de volver siempre adonde estábamos.
Pero la sensación se hace más fuerte, más presente, cuando pensamos en los años de nuestras vidas: siempre chocando con lo mismo. Que vuelve la inflación, que vuelven las curritos con el dólar, que la luz se corta cada vez que hace calor, que el agua falta cada vez que hace falta, que el agua sobra porque faltan las obras, que los trenes no andan porque son para pobres, que los sindicalistas se pelean por la guita, que los empresarios se pelean por la guita, que los gobernantes la levantan con pala, que los niveles de distribución de la riqueza son, tras diez años prósperos y llenos de discursos, los mismos que hace quince años, que las escuelas y los hospitales públicos son, tras diez años de supuesto estatismo progre, tan desdeñados como siempre, que los pobres siguen jodidos, que la vida cotidiana sigue igual de dura, que el malhumor sigue igual de malo, que la mugre sigue igual de sucia, que la inepsia de los gobernantes sigue progresando, que seguimos sin creerles y sin saber qué hacer en cambio: que pasa el tiempo y no produce nada.
Que no somos siquiera el País Jardín de Infantes; que conseguimos inventar –sin demasiado esfuerzo, puro talento natural– el País Calesita. Y que nos subimos de vez en cuando al caballito y nos parece que galopáramos y que para tenernos contentos a veces nos prestan la sortija, y que seguimos dando vueltas y más vueltas.
Y, a veces, hasta decimos que nos gusta.

(Nota para hispanoparlantes inargentinos: la calesita es, en el habla rioplatense, lo que otros dialectos llaman tiovivo o carrousel).

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