martes, 23 de abril de 2013

Honestismo Por: Martín Caparrós


Honestismo

Por: Martín Caparrós | 23 de abril de 2013
Jorge Lanata lo hizo otra vez. Con 30 puntos de rating, con millones de personas mirándolo, con más millones comentándolo, su programa dejó de ser un programa para transformarse en un fenómeno cultural y político. Hace diez días que toda la Argentina –eso que llamamos toda la Argentina– habla de sus revelaciones; hace diez días que instaló metáforas nuevas: la idea de la plata pesada, por ejemplo –de tanta plata que no se puede contar sino pesar–, va a terminar siendo uno de los símbolos de estos años tristes. Y la Ferrari de Fariña se reunió con la Ferrari de Menem en el panteón de los gobiernos muertos.
Lo que ningún partido opositor había conseguido lo consiguieron periodistas. Este gobierno no para de tirarse tiros en las patas –y gracias a esa práctica su apoyo baja y baja, pero sus opositores no contribuyen casi nada a esa caída. Las revelaciones de Lanata y Wiñazki sí.
Es curioso el efecto que produce la prueba del afano. Para un gobierno que mintió tanto, que acabó con tantas esperanzas, que produjo desastres tan mortíferos, pocas cosas parecen haber sido más dañinas que estas evidencias. No hay nada más tranquilizador para un argentino que comprobar que sus enemigos políticos roban. Es, una vez más, el poder de lo que no admite debate.

Lo mismo sucedió con el menemismo: un gobierno estaba dando vuelta la estructura social y económica del país y nos preocupaban sus robos, su corrupción, sus errores y excesos. Fue lo que entonces llamé el honestismo.
La palabra cundió, y en estos días más de uno me preguntó, solícito: ¿Ahora vas a seguir hablando de honestismo, pelotudo? ¿A ver qué vas a decir ahora, bigotón? –me interpelan, con la elegancia que suele caracterizarlos, y no cejan: ¡Ahora sí que te podés meter el honestismo bien en el culo!
Estudié la posibilidad, no me pareció suficientemente placentera; decidí que era mejor discutir el asunto. Para lo cual, primero, quisiera definirlo, tal como aparece en mi libroArgentinismos: “Honestismo, sust. mas. sing., argentinismo: la convicción de que –casi– todos los males de la Argentina actual son producto de la corrupción en general y de la corrupción de los políticos en particular”. Y después, más en extenso:
“El honestismo es un producto de los noventas: otra de sus lacras. Entonces, ante la prepotencia de aquel peronismo, cierto periodismo –el más valiente– se dedicó a buscar sus puntos débiles en la corrupción que había acompañado la destrucción y venta del Estado, en lugar de observar y narrar los cambios estructurales, decisivos, que ese proceso estaba produciendo en la Argentina.
“La corrupción fueron los errores y excesos de la construcción del país convertible: lo más fácil de ver, lo que cualquiera podía condenar sin pensar demasiado. Es como los juicios a los militares: aquellos militares empezaron a cambiar las estructuras sociales del país, destruyeron las organizaciones sociales, produjeron la deuda externa que todavía nos siguen cobrando pero los juzgamos por haber robado una cantidad de chicos. Es terrible robar chicos. Pero frente a lo que construyeron como país es un hecho menor. Sus torturas, sus asesinatos incluso son, frente a eso, un hecho menor: un hecho espantoso acotado frente a un efecto global que se extiende en el tiempo, que dura todavía. Pero es mucho más fácil acordar en lo horrible de sus torturas y robos que en lo definitorio de su reestructuración del país –entre otras cosas, porque los que se beneficiaron con esa reestructuración son, ahora, los dueños de casi todo. Lo mismo pasó, con menos brutalidad, con la misma eficacia, con las reformas del peronismo de los años noventas.
Y después: “La furia honestista tuvo su cumbre en las elecciones de 1999, cuando elevó al gobierno a aquel monstruo contranatura, pero nunca dejó de ser un elemento central de nuestra política. Muchas campañas políticas se basan en el honestismo, muchos políticos aprovechan su arraigo popular para centrar sus discursos en la denuncia de la corrupción y dejar de lado definiciones políticas, sociales, económicas. El honestismo es la tristeza más insistente de la democracia argentina: la idea de que cualquier análisis debe basarse en la pregunta criminal: quiénes roban, quiénes no roban. Como si no pudiéramos pensar más allá.”
O sea: es terrible que los políticos elegidos para manejar el estado le roben, nos roben. Estamos todos de acuerdo en eso. Ése es, precisamente, el poder del discurso contra la corrupción: es muy difícil no estar de acuerdo. Es, sin ningún ánimo de desmerecer, un lugar común: un lugar donde todos podemos encontrarnos. Nadie defiende la corrupción, a los corruptos. Nadie dice está bien que se afanen la guita; a lo sumo dicen no, no afanan tanto, no se crean. O dicen más bien este hijo de puta que los está denunciando es un perverso que unta a su perra con crema chantilly. O –a lo sumo, los más atrevidos– defienden el famoso robo para la corona. Ahora en su versión kirchnerista: necesitamos plata para construir poder, dicen, para hacer política, sin pararse a pensar –a pensar– que al decirlo dicen demasiado sobre su idea de lo que es “hacer política”.
“La corrupción existe y hace daño. Pero también existe y hace daño esta tendencia general a atribuirle todos los males. La corrupción se ha transformado en algo utilísimo: el fin de cualquier debate. Si las empresas estatales se malvendieron a otras empresas estatales extranjeras no fue porque una deuda de miles de millones obligó a la Argentina a hacer lo que querían sus acreedores externos, sino porque a un par de ministros y cuatro secretarios les gustaban ciertos polvos más que otros. Si hay tantos pobres –y se los cuida tan poco y tan mal– la causa se ve menos en el reparto de las riquezas y el abandono de las obligaciones del Estado que en el desvío de ciertos fondos menores. Y así sucesivamente. La discusión política es el tema que el show de la corrupción supo evitar”, decía Argentinismos.
“La honestidad es el grado cero de la actuación política; es obvio que hay que exigirle a cualquier político –como a cualquier empresario, ingeniero, maestra, periodista, domador de pulgas– que sea honesto. Es obvio que la mayoría de los políticos argentinos no lo parecen; es obvio que es necesario conseguir que lo sean. Pero eso, en política, no alcanza para nada: que un político sea honesto no define en absoluto su línea política. La honestidad es –o debería ser– un dato menor: el mínimo común denominador a partir del cual hay que empezar a preguntarse qué política propone y aplica cada cual.”
Nadie arguye que la corrupción no sea un problema grave. Pero también es grave cuando se la usa para clausurar el debate político, el debate sobre el poder, sobre la riqueza, sobre las clases sociales, sobre sus representaciones: acá lo que necesitamos son gobernantes honestos, dicen, y la honestidad no es de izquierda ni de derecha.
“La honestidad puede no ser de izquierda o de derecha, pero los honestos seguro que sí. Se puede ser muy honestamente de izquierda y muy honestamente de derecha, y ahí va a estar la diferencia. Quien administre muy honestamente en favor de los que tienen menos –dedicando honestamente el dinero público a mejorar hospitales y escuelas– será más de izquierda; quien administre muy honestamente en favor de los que tienen más –dedicando honestamente el dinero público a mejorar autopistas y teatros de ópera– será más de derecha. Quien disponga muy honestamente cobrar más impuestos a las ganancias y menos iva sobre el pan y la leche será más de izquierda; quien disponga muy honestamente seguir eximiendo de impuestos a las actividades financieras o las explotaciones mineras será más de derecha. Quien decida muy honestamente facilitar los anticonceptivos será más de izquierda; quien decida muy honestamente acatar las prohibiciones eclesiásticas será más de derecha. Quien decida muy honestamente educar a los chicos pobres para sacarlos de la calle será más de izquierda; quien decida muy honestamente llenar esas calles de policías y de armas será más de derecha. Y sus gobiernos, tan honesto el uno como el otro, serán radicalmente diferentes. Digo, en síntesis: la honestidad –y la voluntad y la capacidad y la eficacia–, cuando existen, actúan, forzosamente, con un programa de izquierda o de derecha.”
Y eso es lo que el honestismo evita discutir. “La ideología de cierta derecha siempre consistió en postular que no hay ideologías, y que lo que importa es la eficiencia, la honestidad. Es la misma línea de pensamiento que resumió, en sus días de pelea agropecuaria, la doctora Fernández, entonces presidenta: ‘En política se puede ser peronista, antiperonista, comunista, en política se puede ser cualquier cosa, pero en economía hay que tratar de ser lo más sensato y racional que sea posible’. La política no define la economía –que debe ser ‘sensata y racional’– ni las decisiones de gobierno –que deben ser ‘honestas’–: la política da igual, es un capricho”.
Ahora, desde los crímenes de Once y las inundaciones, se agregó una frase más: la corrupción mata. Sin duda mata y es terrible. Más mata, sin embargo –si es que vamos a embarrarnos en estas comparaciones vergonzosas–, la falta de hospitales, la malnutrición, la violencia, la vida de mierda –y eso no es producto de la corrupción sino de las elecciones políticas.
Hay quienes oponen a esto un argumento: que si “los políticos” no robaran, muchas cosas serían mejores: la salud, la educación, por ejemplo.
“Quizá mejoraran marginalmente. Pero lo que define la salud o la educación argentinas no es que quienes tienen que organizar sus prestaciones públicas se roben un 10, un dudoso 20, incluso un improbable 30 por ciento del dinero destinado a ellas; lo que las define es que –gracias a la dictadura militar y sus continuadores democráticos– los argentinos que pueden hacerlo compran salud y educación privadas, y dejan a los pobres esa educación y esa salud públicas que los políticos corroen –lo cual resulta, ya que estamos, absolutamente de derecha.
“O sea: si este mismo sistema estuviera administrado sin la menor fisura, habría –supongamos– un tercio más de recursos para hospitales y escuelas y los pobres tendrían un poco más de gasa y un poco más de vacunas y un poco más de tiza –y los ricos seguirían teniendo tomógrafos y by-passes al toque y computadoras de verdad en el aula. Quiero decir: si todos los políticos fueran honestos, todavía tendríamos que tomar las decisiones básicas: en este caso, por ejemplo, si queremos que haya educación y salud de primera y de segunda, o no. Si queremos que un rico tenga muchísimas más posibilidades de sobrevivir a un infarto que un pobre, o no. Si pensamos que saber matemáticas es un derecho de los hijos de los que ganan menos de cinco lucas, o no.
“Pero muchos políticos –y muchos ciudadanos– evitan discutirlo y hablan de la corrupción, que es más fácil y es decir casi nada: ¿quién va a proclamar que está a favor del cáncer? El honestismo es la forma de no pensar en ciertas cosas, un modo parlanchín de callarse la boca. Cuando no hay ideología, la idea de la decencia y de la ética parecen un refugio posible. Es curioso: no hubo, en la Argentina contemporánea, un gobernante más decente, más reacio a acumular riqueza personal, que un señor que vivió hasta hace poco en un apartamento de cuatro ambientes en un barrio modesto que tuvo que dejar para ir, grasiadió, preso, y se sigue llamando, pese a todo, Jorge Rafael Videla, ex general de esta Nación.”
Esto, entre otras cosas, decía cuando hablaba de honestismo. Y otra vez, para que quede –casi– claro: no digo que no haya que ocuparse de descubrir todos los robos y corruptelas que se pueda. Al contrario –y aplaudo y agradezco a quienes lo hacen. Pero digo, también, que si no pensamos la política más allá de eso, si la pensamos en puros términos de honestos y deshonestos, si la pensamos como un asunto de juzgado de guardia, corremos el riesgo de volver a elegir a la Alianza de De la Rúa y Chacho Álvarez.
Los argentinos, ya se sabe, somos tan buenos para volver a tropezar con mismas piedras.

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