ANIVERSARIO DE UNA MUERTE QUE AVERGÜENZA A LA ARGENTINA
Por Juan José Oppizzi
Este 29 de Julio se cumplen diecisiete años del terrible día en que el doctor René Favaloro decidió dispararse una bala en el corazón. Justamente él, que estudió y se especializó en las enfermedades cardíacas; justamente él que conmovía los corazones por su sencillez y su modestia. Mucho se ha escrito y se escribirá acerca de su persona, de su sacrificio y de los hechos que se encadenaron para que diera aquel trágico paso. Agregar algo a todo eso lo pone a uno en el borde de la repetición o de la escasez de originalidad. Pero es necesario que su memoria continúe viva y que se retrate claramente el papel de muchos de los que a él le cupo tratar en aquel entonces, porque su final no se debió a circunstancias abstractas ni a un destino inevitable. Hubo personas concretas que pudieron –y debieron– estar a la altura de las circunstancias, y que, en cambio, hicieron gala de bajeza e insensibilidad, cuando no de grosería. Poco después de la muerte del doctor, un testigo de sus vanos peregrinajes por despachos oficiales, el juez Julio Cruciani, narró que en los pasillos de la Casa Rosada vio y escuchó al hijo del entonces Presidente de la República, a Antonito De la Rúa, tratar a Favaloro como si fuera un compañero de picadito futbolero: “¡René, papá! ¿Qué hacés, ídolo?”, mientras le daba sonoras palmadas de muchachón cómplice. Por supuesto, su adormilado padre no lo recibía. ¿Sabría aquel papanatas con quién realmente estaba hablando? ¿Es realista suponer que se trataba de un nivel de idiotez superlativo? ¿O era un tremendo cinismo? Cualquiera de las dos posibilidades habla por sí misma de la calaña de los interlocutores de aquel prócer de la ciencia. Y lo más ríspido no le tocaba en el edificio que enfrenta a la Plaza de Mayo. No. Su peor martirio era en la sede central del PAMI. Allí debía soportar la sonrisa automática, helada y enfermiza del interventor: Horacio Rodríguez Larreta. Una leyenda muy difundida en aquel momento dice que ese funcionario se hallaba flanqueado no pocas veces por una joven de aspecto angelical –aunque también sensual–, no menos pétrea que él a la hora de tratar con don René, llamada María Eugenia Vidal. Lo cierto es que el PAMI le debía una gruesa suma a la Fundación Favaloro, y que las demandas de pago que hacía el doctor se estrellaban contra las dilaciones, los sarcasmos y, al final, con la incalificable insinuación de que no respondían a tratamientos reales. El Interventor, en un acto de “transparencia administrativa”, propuso una auditoría de verificación. Aquí cabe detenernos: ¡lo que, en verdad, Rodríguez Larreta le decía al doctor René Favaloro era que las carpetas con las historias clínicas de los pacientes atendidos en la Fundación que éste le llevaba eran falsas! ¿Es posible concebir un basureo más grande sobre una persona que había hecho de su vida un culto del desinterés? En la carta (una de las cinco que dejó) publicada a poco de su muerte, menciona: “Valga un solo ejemplo: el PAMI tiene una vieja deuda con nosotros (creo desde el año 94 o 95); la hubiéramos cobrado en 48 horas si hubiéramos aceptado los retornos que se nos pedían…”, lapidario esclarecimiento sobre quiénes eran moralmente las autoridades de ese organismo. ¡Ironías de la vida! (o roscas de una sociedad enferma): Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal terminaron ocupando electoralmente los máximos cargos en dos de los distritos más importantes del país; René Favaloro terminó esparcido en cenizas por los montes de Jacinto Arauz. Es nuestro deber cívico que esas cenizas impregnen su mensaje ejemplar en todas las conciencias y que aquel prevalezca por sobre las retorcidas maniobras que buscan naturalizar semejante distorsión de valores.
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