lunes, 4 de abril de 2011

Un giro de 180º en el caso Suppo

Año 3. Edición número 150. Domingo 3 de abril de 2011

Silvia Suppo fue asesinada el 29 de marzo del año pasado. Durante la dictadura, había sido violada y obligada a abortar.
A un año del crimen, la Corte Suprema decidió que la causa pase al fuero federal
Nueve puñaladas a sangre fría, antes de llevarse alhajas y dinero de su negocio de artesanías y cueros, bastaron para que el asesinato de Silvia Suppo, el 29 de marzo de 2010, sea el más cruento que recuerda la ciudad de Rafaela. Sin embargo, lo que podría haber quedado en una espectacular crónica roja, no tardó mucho en llegar a la prensa nacional. Silvia había sido secuestrada en 1977 y torturada en la Comisaría 4ta. de Santa Fe, violada y obligada a abortar en un chupadero de la Guardia de Infantería Reforzada (GIR) conocido como La Casita, cerca de Santo Tomé. Era una militante histórica y testigo vital en la condena de los grupos de tareas santafesinos, entre los cuales descollaba el juez federal Víctor Brusa. Silvia no era una víctima más. Su vida obligaba a resignificar su trágica muerte: la envolvía para siempre en un rumor siniestro.
“Para nosotros la investigación en el fuero provincial, a cargo de Alejandro Mognaschi, no fue buena –afirma Andrés Destéfani a un año del asesinato de su madre, en diálogo con Miradas al Sur–. No sirvió para despejar las sospechas del crimen por encargo, ni para afirmar la única hipótesis que sostuvieron: el crimen en ocasión de robo. No hay pruebas contundentes que corroboren la autoimplicación de los supuestos únicos autores materiales e intelectuales del crimen”.


Tres días de intensa lectura de una parte del expediente –al que accedió este semanario– dejan más dudas que certezas. Dos días después del crimen, los siempre efectivos “comentarios fidelignos (sic) de vecinos entrevistados, quienes por temor a represalias no aportaron datos de identidad”, condujeron a la Unidad Regional de Santa Fe a un cuchitril del barrio San Agustín I de la capital, donde encontraron a Rodolfo Cóceres –allí vivía su madre–, un joven de 22 años, sin antecedentes penales, que inmediatamente se atribuyó el crimen. Su cómplice era Rodrigo Ismael Sosa, un primo de Rafaela de 18 años, prontuariado por robos menores, que lavaba autos a la vuelta del negocio de Silvia.
Sus versiones –que por momentos se contradicen– indican que entraron a Siempre Cuero a las 9.30 de la mañana a pedir dos monedas de un peso. Media hora después volvieron gritando, cuchillos de cocina en mano, que eso era un asalto. Silvia ofreció resistencia y le manoteó la punta a Sosa, obligando a Cóceres –según su relato– a darle la primera puñalada. Sosa sostiene, en cambio, que su primo le pegaba “en las costillas con el cuchillo que tenía en su mano”, y que él le propinaba los puntazos mientras su primo la arrastraba del cuello más de 12 metros hasta el fondo del local. Se alzaron con 400 pesos –que gastarían en pasajes para escapar–, alhajas y el celular de Silvia. Caminaron tres cuadras y tomaron un remís a la casa de Sosa. A mitad de camino, le pidieron al conductor que frenara: descartaron en un maizal los cuchillos homicidas y la ropa, “que no estaba sucia con sangre”.
Andrés Destéfani, uno de los hijos de Suppo, desmiente casi todas sus afirmaciones. “La policía no encontró testigos que los hayan visto en el negocio, no apareció el remisero que tomaron para huir del local, no hay una gota de sangre en los cuchillos que dicen haber utilizado, ni huellas digitales. Uno de ellos dice que mi madre se resistió, pero en las dos autopsias no se pudo corroborar un solo raspón de cuchillo en un brazo, no hay ningún signo de resistencia y hay un golpe en la cabeza que nunca se explicó. La arrastraron 12 metros ya con la herida en el abdomen que fue la que más sangró, y en los tres peritajes no pudieron encontrar sangre en ese trayecto”.
Después de tomar unos mates, Sosa y Cóceres abordaron un colectivo a Santa Fe. En la terminal fueron filmados, pero la policía rafaelina ocultó el video durante ocho meses, hasta que el propio Andrés consiguió una copia. Siguieron huyendo: San Nicolás, Pergamino, Junín. A las 11 del 30 de marzo recalaron en la casa de su hermano. A esa altura, los noticieros habían armado un revuelo de la noticia: su cuñada contaría después que al verlo los primos se trastornaron, hundiéndose en largas murmuraciones privadas en las que no faltó alguna puteada. Esa madrugada volvieron a Santa Fe.
Michito y Pona, los asesinos confesos, siempre dijeron ser los ideólogos, aunque a veces su inculpación pareció sobreactuada. “Yo salí de la casa de mi primo con la intención de robar a esta señora, lo habíamos planeado sólo nosotros dos y nadie más”, se excusó Cóceres ante el juez, sin que éste se lo preguntara. La madre de Sosa lo reafirmó en una charla que mantuvo con miembros de la Unidad de Intervención en Victimología del Ministerio de Justicia, que acompañan a los querellantes.
“Si sabíamos que la señora era todo eso, ni íbamos a ese lugar”, afirmó Cóceres cuando se le preguntó si conocía el pasado tortuoso de Silvia. Aun si fuese cierto, no suprime la teoría del crimen político: sus reclutadores podrían haber dado instrucciones sobre el asesinato sin precisar nada sobre la víctima.
A mediados de 2010, un testigo de identidad reservada denunció vínculos entre los presuntos asesinos y el juez Brusa, y las querellas pidieron que la causa pasara al fuero federal. Pero el juez provincial Mognaschi mostró gran tenacidad para retenerlo. Hace cinco días, en coincidencia con el primer aniversario, la Corte Suprema de Justicia lo radicó definitivamente en el juzgado federal Nº1, a cargo de Reinaldo Rodriguez. “La instancia federal es una más –concluye Andrés–. Si no hay elementos, el caso volverá la Justicia provincial y se juzgará como crimen en ocasión de robo. Pero tenemos que agotar todas las instancias, sobre todo para que este crimen no intimide a otros que aún tienen que declarar”.
La mujer muerta en su talabartería, con los recuerdos del infierno a cuestas, estaba superando el encierro en el que la sumió la muerte de su marido Jorge Destéfani, y le sobraban razones para querer estar viva. Estaba aprendiendo a bailar el tango. El fin de semana anterior a su muerte habían festejado dos cumpleaños en familia: el de su suegra, y el primero de su nieta. “Estaba muy contenta porque su hermano –exiliado en los ‘70, con quien se contactaba por teléfono o Internet– la había invitado a París, donde está becado en un doctorado de historia. Viajaba ese mismo viernes. Era el reencuentro con su hermano, después de tanto tiempo, era pasar tiempo con sus sobrinos. Una de las primeras cosas que hacía después del duelo”, cuenta Andrés, que ahora administra el negocio familiar junto a su hermana Marina, profesora de literatura.
“Todo lo que tengo se lo debo a la vieja. Y mi hermana también. Para nosotros era lo mejor”, cuenta Andrés desde su Rafaela natal. Las puñaladas de los jóvenes –¿sicarios?– truncaron sus sueños: tal vez el más preciado, el último tango en París.

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